Amy se demoró cerca de una hora en el sótano. Cuando al fin subió, aceptó café con sonrisa fatigada y se sentó con nosotras a la mesa de la cocina soltando un largo suspiro.
—Pennhurst —dijo, y sonaba tan exhausta como se veía—. Allí fue donde se le pegó a Price.
Revolví la despensa por mantecados y tuve suerte de hallar la última bandeja. Tenía que pedirle a Susan que comprara más para el fin de semana, o iba a sufrir síndrome de abstinencia.
—¿Te contó algo más? —pregunté.
Amy alzó las cejas como tratando de ordenar sus ideas.
—Nació allí cuando el asilo todavía estaba en funcionamiento, y allí se quedó después que la corte lo cerró. Toneladas de mala vibra residual para comer hasta hartarse. Nunca le había prestado atenci&oa