La noche debería haber sido hermosa. Las luces del salón brillaban como estrellas fugaces, el aire impregnaba el aroma a rosas y champán. Desde fuera, parecía una fiesta de cuento de hadas. Pero dentro, el mundo de Aria Carter se estaba acabando.
Se tambaleó hacia atrás, con el pecho ardiendo de dolor. Se aferró a la herida con las manos, pero la sangre caliente seguía manando, empapando su vestido de seda blanca. El vestido que había soñado usar en su aniversario de bodas ya no era puro ni brillante. Estaba teñido de un rojo intenso.
Su visión se nubló. Cada respiración era como fuego en sus pulmones. Las voces a su alrededor resonaban, crueles y agudas.
"Mírate", resonó la voz de Sophia Lin. Dio un paso adelante, sus tacones resonando en el suelo de mármol. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no llegó a sus ojos. "La gran Sra. Cross... derribada como un perro. Todo ese orgullo, toda esa paciencia, ¿y qué te dio? Nada."
A Aria se le encogió el corazón, no solo de dolor, sino de ver a la mujer que tenía delante. Sophia, su mejor amiga. Aquella a quien le confiaba secretos, lágrimas y sueños. Aquella a quien defendía incontables veces.
“Tú… Sophia…” Los labios de Aria temblaban. Apenas podía articular palabra.
Sophia se agachó, ladeando la cabeza como si estuviera estudiando un juguete roto. “No me mires así. ¿De verdad creías que me importabas? Todo lo que hacía era por mí misma. Solo eras… conveniente.”
Las palabras hirieron más profundamente que la herida.
Detrás de Sophia, otra figura se apoyaba en la puerta. Vivienne Carter. Su propia hermana. Vestida elegantemente, su sonrisa era tranquila, casi perezosa, como si estuviera viendo una obra de teatro que ya conocía.
“Padre tenía razón”, dijo Vivienne en voz baja, con la voz cargada de burla. “Siempre fuiste el error. No servías para ser una Carter. Y nunca serviste para ser la Sra. Cross.” El cuerpo de Aria se estremeció. La traición le oprimía el pecho con más fuerza que la pérdida de sangre. Su hermana. Su mejor amiga. Y el hombre que creía su marido.
Sus ojos recorrieron la habitación con desesperación. Y entonces lo encontró.
Damian Cross.
Su marido.
Se encontraba a unos pasos de distancia, alto y frío, vestido con su habitual traje oscuro. Su rostro era tan perfecto como siempre, líneas afiladas y ojos profundos que una vez le aceleraron el corazón. Pero ahora, esos ojos estaban vacíos, más oscuros que la noche misma.
Aria extendió la mano débilmente, sus dedos ensangrentados temblaban. "Damian... ayúdame..."
Por un instante, solo un instante, esperó. Esperó que él diera un paso al frente, la abrazara, detuviera el dolor, la protegiera como un esposo debe hacerlo.
Pero Damian no se movió.
Sus labios se separaron, su voz tranquila, baja y despiadada.
"Nunca debiste ser mi esposa".
Las palabras golpearon con más fuerza que cualquier espada. Aria se quedó paralizada, con la mano aún extendida, suspendida en el aire. Lentamente, la dejó caer a un lado. Las lágrimas corrían por su pálido rostro, mezclándose con la sangre de sus labios.
Su mundo se hizo añicos.
El hombre por el que lo había sacrificado todo… el hombre al que defendía ante la sociedad… el hombre al que amaba incluso cuando la ignoraba… era ahora quien la empujaba al abismo.
Se le doblaron las rodillas. Cayó al suelo de mármol con un golpe sordo. El dolor la recorrió, su cuerpo temblando violentamente mientras las fuerzas la abandonaban.
Sobre ella, Sophia rió. El sonido fue agudo, como un cristal rompiéndose. "¿Ves, Damian? Te dije que no era más que un peso muerto. Ahora por fin te la has quitado de encima".
La voz de Vivienne se unió, suave y burlona. "Qué lástima. De verdad creía que ser la Sra. Cross significaba que era importante".
A Aria le zumbaban los oídos. Sus voces se debilitaron, como ecos en una cueva. La habitación se inclinó, las luces de la lámpara sobre ella se convirtieron en borrones.
Quiso gritar. Luchar. Maldecirlos a todos. Pero ningún sonido salió de su garganta.
El calor de su sangre se extendió por el suelo frío, robándole las últimas fuerzas. Se sentía tan pequeña, tan impotente. Y, sin embargo, en lo más profundo de su ser, un fuego titilaba.
Esto no era solo muerte. Esto era traición.
Su esposo.
Su hermana.
Su amiga.
La habían destruido juntos.
Sus dedos se curvaron débilmente contra el mármol, raspando con las uñas, aunque nadie lo notó. Su visión se nubló, pero un pensamiento ardía con claridad en su mente:
Si este es el final, que sea la última vez que sea débil.
Sus labios se movieron, apenas un susurro, pero su corazón lo gritó más fuerte que su voz.
Si hay otra oportunidad... nunca volveré a doblegarme.
Las luces de arriba se difuminaron aún más. El dolor se alejó. Las voces se desvanecieron.
Y mientras la oscuridad se cernía sobre él, Aria Carter, la esposa no amada, la hermana traicionada, la hija abandonada, dio su último aliento.