CAPÍTULO VIII EL MISTERIO TEMPLARIO (I)

Francia, Europa, año 1191 DC.

 —¡Por favor! ¡Deténganse! ¡No me lastimen más! —suplicaba la voz de Tony Edwards retumbando entre los lóbregos calabozos de la Inquisición. Un lugar sórdido, repleto de ratas y con un aroma pestilente.

 La sala de torturas medievales donde se realizaba el interrogatorio tenía una chimenea que se mantenía encendida con vivas llamaradas donde calentaban fierros para quemar la carne, una jaula que colgaba del techo y contenía el esqueleto de alguien que murió de hambre y de sed, una dama de hierro entreabierta con su afiladas púas en el interior, largas cadenas con grilletes que colgaban del techo y otros artefactos de tortura.

 Uno de los verdugos movilizaba la ruidosa arandela giratoria cuyo mecanismo provocaba que dos bloques del potro se separaran entre sí. Tony, tenía las muñecas y los tobillos encadenados a los tablones del potro y conforme estos se separaban le estiraban el cuerpo casi dislocá

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