Mientras el eco de la risa de Lucas aún retumba en las paredes de la cabaña como el último clavo en un ataúd, Liam acelera en la oscuridad de la noche, el volante temblando bajo sus dedos. El motor del auto ruge como su corazón, desbordado por la ansiedad. El rostro de Amara aparece una y otra vez en su mente: herida, tal vez muerta, tal vez viva. Y él sin saber en quién confiar.
Frena en seco frente a la imponente casona de Carlos Laveau. La fachada, altiva y silenciosa, lo observa como un monstruo dormido. El portón forjado se alza ante él como una boca sellada, de hierro retorcido y dientes filosos. No toca el timbre. No pide permiso. Empuja con fuerza. La verja, contra todo pronóstico, cede con un quejido metálico que rompe el silencio de la noche.
Avanza por el sendero empedrado, cada paso firme y cargado de furia contenida. Su respiración es agitada, su pecho se agita con la urgencia de quien ha perdido algo irremplazable. El corazón le golpea las costillas como un tambor de g