Amara aprieta los puños con fuerza, como si ese gesto pudiera mantenerla firme, como si el dolor en sus palmas pudiera ahogar el que la consume por dentro. Quiere creer en su decisión. Quiere convencerse de que es lo correcto. Pero Liam no se lo permite.
Él da un paso hacia ella, con la mirada oscura, encendida por una mezcla de furia y desesperación. Su pecho sube y baja con respiraciones agitadas, como si cada palabra que está a punto de pronunciar le costara la vida.
–Mírame –exige, con tono más suave, casi una súplica.
Ella no lo hace. No puede hacerlo. Si lo mira, se romperá. Y ella no puede permitirse eso.
–Mírame, Amara –insiste él, con un dolor tan profundo en la voz que es como un puñal directo a su alma–. Quédate con todo el dinero que hemos pactado si eso es lo que quieres –susurra–pero déjame amarte.
–Liam… –su voz es apenas un murmullo tembloroso, roto –No se trata solo de dinero. ¿Qué harás con el futuro de tu hija si ya no tienes dinero? –susurra Amara, o