Cristóbal agarra su celular con manos temblorosas. Cada segundo cuenta. Sus dedos se mueven con precisión quirúrgica mientras elimina registros de llamadas, mensajes cifrados y coordenadas codificadas. No puede dejar ni una huella. Sabe que si Kate encuentra algo sospechoso, no dudará en ejecutarlo. No es una metáfora. Lo ha visto hacerlo antes.
Mete el móvil en el doble fondo de su bota táctica, se lava las manos para borrar rastros de sudor frío y abre la puerta con una respiración contenida.
No alcanza a dar un paso cuando el frío y mortal cañón de una pistola se posa en su sien.
–¿Con quién carajos hablabas? –dispara Kate sin mover un solo músculo del rostro. Sus ojos son dos lásers helados, fijos, calculadores. No hay ira desbordada, sino algo peor: control absoluto.
Cristóbal traga saliva. Una gota de sudor le recorre la frente, pero su sonrisa aparece igual, forzada, pero funcional. Es su única arma en ese momento. –Estaba orinando, Kate –dice, sin perder la sonrisa sarcást