—¡Carajo! —grita Liam, golpeando la mesa de interrogación con ambos puños, haciendo que la madera cruja bajo la fuerza de su furia—. ¡Les he dicho mil veces que yo no tengo nada que ver con el secuestro! ¡Nada!
Su respiración es pesada, su rostro está cubierto de sudor y sus ojos, enrojecidos, reflejan una mezcla de impotencia, angustia y rabia. Lleva horas encerrado en esa habitación sin ventanas, bajo la luz blanca que no perdona, interrogado por hombres que no quieren escuchar, solo culpar.
El oficial, un hombre de rostro pétreo y voz áspera, lo observa sin pestañear. Finalmente se inclina sobre la mesa, acercando su rostro al de Liam, con una mueca de desconfianza pintada en los labios. —No te creo —dice, arrastrando cada palabra como si disfrutara desarmarlo pieza por pieza—. Justo el día de la boda, justo cuando entras a escena para interrumpirlo todo… justo ese día, aparecen los secuestradores. ¿De verdad esperas que me trague ese cuento? Tu versión es tan conveniente que re