La noche cae como un manto espeso sobre la ciudad. Las sombras se estiran por las calles como tentáculos que lo devoran todo. No es solo oscuridad: es un presagio. El aire está denso, cargado de una humedad que pega la ropa a la piel y acelera los latidos sin razón aparente.
La vieja casona parece abandonada, pero palpita como un corazón oscuro. Silencio. Un silencio feroz, artificial. Solo el leve chirrido de la puerta rompe esa quietud cuando Lucas la empuja con violencia. Entra sin encender las luces. No hace falta. No necesita ver. Cada grieta, cada mancha de humedad en las paredes, cada centímetro de ese pasillo lo conoce mejor que sus propias manos.
Con cada paso, algo dentro de él se desprende, como si el hombre que fue quedara atrás, desangrándose en el piso, mientras emerge algo más crudo. Más oscuro. Más real.
Llega a la última habitación. Gira la llave con un movimiento seco, casi furioso. El sonido del mecanismo es como un gemido de la madera rendida. La puerta se abre co