La habitación está sumida en un silencio denso, interrumpido solo por el pitido rítmico de la máquina que monitorea el pulso de Úrsula. Al entrar, todos se detienen un instante, como si cruzaran el umbral hacia algo sagrado… o maldito.

Úrsula está en la cama. Su cuerpo parece pequeño, frágil, envuelto en sábanas demasiado grandes para su figura delgada. La venda blanca que rodea su cabeza resalta aún más la palidez extrema de su rostro. Tiene los labios partidos, secos. Sus ojos apenas entreabiertos son dos pozos oscuros que no reflejan del todo la realidad.

–Amor… llegaste –dice Úrsula con voz suave, impostada, forzando una sonrisa que no llega a sus ojos. Una sonrisa más parecida a una mueca, a una máscara que se le cae por momentos. Ver a Carlos le revuelve el estómago, como siempre, pero se lo traga todo. Porque ahora no puede permitirse flaquear.

Carlos da unos pasos hacia la cama, pero su mirada no es tierna, ni alarmada. Es tensa. Analítica. Como si buscara en su rostro una