La tarde cae como una losa sobre la ciudad, y Cristóbal conduce como un autómata, con las manos crispadas en el volante. Pero no disminuye la velocidad. No puede, no debe. Sabe que si piensa demasiado, si cede un segundo a la duda, se detendrá… y no llegará jamás.
Cuando estaciona frente a la casa de los Laveau, permanece un momento dentro del coche, aferrado al volante como a un ancla. Mira las luces encendidas tras las ventanas, y siente que la casa entera lo observa. Cada ladrillo, cada cortina moviéndose con el viento, parece juzgarlo en silencio, como si supiera. Como si lo condenara sin necesidad de palabras.
Inspira hondo, llenando sus pulmones de un aire denso que apenas calma el temblor en su pecho. No hay marcha atrás. El compromiso está sellado. La mentira ya tiene nombre y fecha. Solo queda avanzar.
Cruza el portón con pasos pesados, asciende las escaleras de piedra y se detiene ante la puerta principal. Observa su reflejo desdibujado en el vidrio: un hombre vencido, at