La tarde cae como una losa sobre la ciudad, y Cristóbal conduce como un autómata, con las manos crispadas en el volante. Pero no disminuye la velocidad. No puede, no debe. Sabe que si piensa demasiado, si cede un segundo a la duda, se detendrá… y no llegará jamás.Cuando estaciona frente a la casa de los Laveau, permanece un momento dentro del coche, aferrado al volante como a un ancla. Mira las luces encendidas tras las ventanas, y siente que la casa entera lo observa. Cada ladrillo, cada cortina moviéndose con el viento, parece juzgarlo en silencio, como si supiera. Como si lo condenara sin necesidad de palabras.Inspira hondo, llenando sus pulmones de un aire denso que apenas calma el temblor en su pecho. No hay marcha atrás. El compromiso está sellado. La mentira ya tiene nombre y fecha. Solo queda avanzar.Cruza el portón con pasos pesados, asciende las escaleras de piedra y se detiene ante la puerta principal. Observa su reflejo desdibujado en el vidrio: un hombre vencido, at
Cristóbal apenas puede contenerse. La proximidad de Amara, su perfume sutil, la tibieza de su respiración tan cerca, son un veneno dulce que lo arrastra irremediablemente. Se inclina hacia ella, decidido a sellar la conversación con un beso que prometa eternidades, que borre sus miedos, que los ate para siempre. Sus labios están a un suspiro de rozarla cuando, de repente, un golpe seco en la puerta los separa de golpe, como una bofetada brutal de la realidad.Cristóbal se irgue de mala gana, conteniendo un gruñido de frustración. Mientras se acerca a abrir la puerta con desgano. Al girar el picaporte, la figura imponente de Carlos aparece en el umbral. Su sola presencia parece ocupar todo el espacio, fría y autoritaria como una sombra inevitable.Amara, lo mira fijamente, pero su rostro permanece inexpresivo, y sus brazos, se cruzan de manera automática sobre su pecho, delatando su incomodidad. –¿Qué necesitas, padre? – pregunta Amara con un tono afilado, cortante, como una daga la
Una hora después Ambos bajan por la escalera, pero Cristóbal camina con la mente nublada y el corazón latiendo en su pecho con fuerza, como si quisiera escapar. Cada escalón que desciende lo acerca más a un abismo del cual no sabe si podrá salir indemne.El gran salón comedor está iluminado por la luz suave de las lámparas, pero para él, la escena se ve sombría, casi irreal. Allí están Carlos y Úrsula, esperando, como si fueran dos sombras que lo acechan. Al ver a Úrsula junto a su prometido, Cristóbal se detiene en seco. Sus pies parecen clavados al suelo, como si el peso de la situación lo hubiera encadenado. Un escalofrío helado recorre su espina dorsal, y por un momento, el mundo alrededor de él se desvanece.¿Qué hacer?, ¿Saludarla como si nada hubiera pasado?, ¿Ignorarla y seguir adelante?. Pero no puede. No puede olvidarla. No puede olvidar lo que sucedió la noche anterior. El recuerdo de sus cuerpos fusionándose en la oscuridad lo asalta, y la culpa y el deseo se entrelaza
Carlos se reclina en su silla, sus dedos entrelazados sobre el pecho, como un juez que acaba de escuchar la sentencia de un acusado que ya sabe condenado. La luz tenue de la sala resalta las arrugas de su rostro, pero no apaga el brillo calculador en sus ojos. Una sonrisa lenta y cruel se forma en sus labios, cargada de una ironía venenosa, como si disfrutara de cada palabra que se le escapa entre los dientes.–Vaya… –murmura con voz suave pero teñida de un sarcasmo tan afilado que corta el aire. Saborea cada sílaba como un veneno que no tiene prisa por soltar, mientras su mirada se clava en el rostro de quien lo observa. Lo dice casi en susurro, como si le hablara a un niño que acaba de cometer el error de enfrentarse a un maestro. –Esto sí que no me lo esperaba, pero… –su sonrisa se amplía, dibujándose como un hacha lista para caer. –Esto es una hermosa noticia.Se inclina ligeramente hacia adelante, con una satisfacción palpable. En su mente, todo está perfectamente calculado, ca
Al día siguiente, Amara despierta sintiéndose todavía más deshecha que la noche anterior. El peso de su decisión le aplasta el pecho, haciéndole difícilmente respirar. Cada movimiento es una batalla contra sí misma, contra el dolor que le taladra el alma.Al salir de su casa, el aire fresco de la mañana no logra apaciguar el nudo en su garganta. Camina hacia el auto con pasos vacilantes, sabiendo que lo encontrará allí, como todas las mañanas, puntual, inalterable. Y efectivamente, Liam la espera, pero ya no es el mismo.Ya no es el hombre que solía mirarla como si fuera el centro de su universo. No. Ahora la recibe con una expresión neutra, profesional, fría. El mismo hombre que alguna vez juró protegerla de todo, ahora levanta un muro entre ellos que a Amara se le antoja impenetrable.El silencio entre los dos es ensordecedor, más cruel que cualquier palabra. Cada segundo que pasan juntos sin hablar es como un latigazo en la piel de Amara, recordándole todo lo que ha perdido. Lo
Al llegar a la empresa, el silencio entre ambos es tan espeso que parece un tercer acompañante invisible. Amara camina a su lado, sintiendo cada paso como un peso adicional en sus hombros. Reza en su interior para que el día pase rápido, para que nada, absolutamente nada, lo empeore aún más.Pero el destino tiene otros planes. Apenas cruzan el vestíbulo principal, la figura imponente de su padre se recorta frente a ellos. Amara siente un nudo asfixiante en la garganta. Intenta retroceder, esconderse, desaparecer… pero ya es tarde.–¡Amara! –exclama su padre, acercándose con los brazos abiertos, arrastrando todas las miradas hacia ellos y antes de que pueda esquivarlo, la envuelve en un abrazo firme, autoritario, como si aún fuera una niña a su merced.–Atentos todos –anuncia en voz alta, con una sonrisa orgullosa. Los empleados se detienen, girando hacia ellos con curiosidad, como testigos de un espectáculo inevitable. –Tienen una semana para comprarse ropa elegante–Hace una pausa
Amara no piensa, no razona, solo actúa. Con el corazón golpeándole contra el pecho y los pensamientos a la deriva, corre hacia la entrada del edificio, cada paso un eco de desesperación. Las gotas de lluvia comienzan a caer, ligeras al principio, pero pronto se transforman en una cortina implacable que empapa la ciudad. Pero para ella, el agua, el frío, nada de eso importa. Solo hay un pensamiento, una súplica constante en su mente: hablar con él.Liam, con la expresión más distante que jamás había visto en él, da unos pasos más, apretando el paso como si tuviera miedo de que ella lo alcanzara. Pero no puede dejarlo ir. No ahora, no cuando sabe que aún tiene una última oportunidad de explicarse.–Liam, espera, por favor, déjame explicarte –implora Amara, con voz quebrada por el esfuerzo de contener las lágrimas. Sus palabras se arrastran, desesperadas, como si pudieran salvarla de este abismo que ha creado ella misma.Liam no la mira, no la escucha. Su rostro, antes lleno de ternur
Kate lleva a Liam a su departamento, un espacio que solía ser suyo y de él, un santuario donde los cuerpos se fundían en un deseo desenfrenado, pero ahora, la atmósfera se siente distinta. Los recuerdos de aquellos momentos ya no son lo que eran antes, y sin embargo, el aire está cargado de una energía que no logran descifrar. Le entrega una cerveza, y él la toma, dejando la lata sobre la mesa, sin apenas saborear el trago. Su mirada se clava en la de Kate, llena de una furia contenida, como si el deseo que arde dentro de él fuera lo único que pudiera apaciguar la tormenta en su mente. De repente, sus manos toman la lata con más fuerza de lo necesario, y sin pensarlo, la suelta y la arroja al suelo con un ruido seco. Su boca encuentra la de Kate en un beso brutal, sin suavidad, un choque de lenguas y respiraciones, un beso vacío de sentimiento pero cargado de rabia. –¡Basta, Liam! –La voz de Kate sale ahogada, como un susurro lleno de desesperación, mientras empuja su pecho con