Carlos se inclina hacia adelante. –Mi hija cree en ti –dice, sin apartar la mirada. –Te ama. Cree que eres un hombre honorable, alguien que la va a cuidar… y proteger. Pero yo, Cristóbal… yo sé leer los ojos. Y los tuyos no me mienten.
Cristóbal siente cómo se le hiela la sangre. Baja la mirada. No puede sostenerla, no puede sostener nada. La culpa lo corroe desde adentro, como una marea oscura que lo arrastra hacia lo más profundo de sí mismo. Ama a Amara, sí. Pero después de acostarse con Úrsula, esa palabra “amor” se ha vuelto difusa, turbia. Dolorosa.
–Ambos sabemos que no es así –murmura con voz quebrada. –Ese amor del que usted habla… no sé si existe. Porque ella no lo siente, me lo ha demostrado, una y otra vez, con sus silencios, con sus huidas. Y sin embargo, aquí estoy. Quiero creer –hace una pausa, como si buscara fuerzas en algún rincón del alma. –Quiero aferrarme a la idea de que si ella me eligió y que su aceptó este compromiso, es porque en algún lugar de su corazón…