Las puertas de la iglesia se abren de golpe con un estruendo que sacude las paredes. Oficiales armados irrumpen como una marea oscura, gritando órdenes, apuntando sus armas hacia todos lados, buscando entre los escombros de la escena. El olor a pólvora aún flota en el aire, y entre los bancos caídos y las flores pisoteadas, se arrastran los rastros de un desastre recién desatado.
Las ambulancias ya están afuera. Sus luces rojas y azules destellan sin cesar, tiñendo de urgencia el rostro de quienes observan paralizados. Dos paramédicos se abalanzan sobre Liam, quien apenas logra mantenerse consciente, el rostro pálido por la pérdida de sangre. La herida en su pierna no deja de sangrar, pero uno de los enfermeros actúa con rapidez: le ajusta un torniquete improvisado mientras el otro revisa sus signos vitales.
–¡Necesitamos estabilizarlo ya! ¡Ritmo cardíaco en descenso! –grita una de las médicas, sujetando una vía intravenosa con manos firmes pero temblorosas por la tensión del moment