Violeta se sentía en el paraíso mientras le enseñaba a su madre cuáles cubiertos usar con cada plato. Parecían dos niñas, sonriendo tontamente por cada cosa y murmurando con las narices arrugadas sobre las verduras que no les gustaron. Igual que en el momento del postre de su autoría, que disfrutaron repitiendo porción.
Rubén no podía dejar de reírse bajito al verlas. Su hija había ganado una hermana más que una madre. Pero esa dulce ignorancia de Rosanna le calentaba el pecho; su fragilidad atizaba su instinto protector y, ahora, no quería apartarse de ella.
—Vamos, mami, voy a mostrarte mi cuarto y mis muñecas. ¡Podemos tomar el té!
Violeta tiró de su brazo con una sonrisa enorme, que Rosanna correspondió. Rubén notó que ella se presionaba el torso con un brazo, justo bajo el pecho. Supuso que el movimiento brusco le había devuelto el dolor y se apresuró a su lado para ayudarla a ponerse de pie.
—¿Estás bien, cariño? ¿Te duele? ¿Quieres un calmante?
—Un poquito, pero la doctora Lili