La niña no la tomó; simplemente lo observó sin pronunciar palabra. “¿Todavía está molesta conmigo?”, pensó Alejandro. “¿Será que heredó ese gen obstinado de su madre? Ojalá no sea tan difícil de contentar…”
Queriendo arreglar la situación, se agachó para quedar a su altura y, con voz suave, dijo:
—Lo de esta mañana fue culpa mía: por mi culpa se te cayó el biberón y se ensució. Lo siento mucho, Alba. ¿Podrías perdonarme?
La pequeña siguió en silencio, con esa expresión pensativa. En realidad, aún no entendía por qué se habían mudado ni por qué vivían con ese “tío”.
—¿Tío… es buena persona? —preguntó en su media lengua.
Alejandro sintió un tirón en la boca. Recordó que antes lo había llamado “buen hombre” y ahora ni ella misma estaba segura. Con todo, venía preparado para no rendirse fácilmente. Sacó una pequeña cajita del bolsillo y la abrió frente a ella. Dentro había una diadema con forma de coronita, adornada con diamantes que brillaban intensamente.
—¡Guau!
Los ojitos de Alba se en