El destinatario de aquellas disculpas y agradecimientos, el señor Guzmán, pasó la noche encerrado en el despacho.
Sacó de un cajón los cigarrillos que llevaba meses sin tocar y descorchó una botella.
No podía hacer otra cosa.
Había logrado aparentar calma mientras veía marcharse a Luciana y a Alba, pero, a solas, ya no era capaz de engañarse.
Su partida le había abierto un boquete en el pecho.
Dolía y, al mismo tiempo, lo dejaba vacío.
Necesitaba la anestesia de la nicotina y el alcohol para sentirse un poco mejor.
Aunque fuera apenas un poco…
Patricia, inquieta, subió de puntillas a echarle un vistazo.
A través de la rendija de la puerta vio la escena: humo denso, botellas vacías rodando por el suelo. Quiso entrar a convencerlo, pero supo que sería inútil.
—Ay… —suspiró resignada tras la puerta—. Mejor dejar que se desahogue.
Ni siquiera nosotras, las empleadas, asimilamos todavía que Luciana y la niña se hayan ido tan de repente.
***
Patricia casi no pegó ojo en toda la noche. Muy te