El aire estaba cargado de silencio cuando el auto cruzó los altos portones de la mansión Rossi. Francesco bajó del auto, seguido por Madeleine y el niño de ocho años, que mantenía la cabeza gacha, escondida bajo la capucha de su abrigo. Sus pasos eran lentos, casi dudosos, mientras avanzaba por el amplio recibidor.
La mirada de Don Marcos se suavizó apenas lo vio, reconociendo en ese rostro infantil los rasgos de su nieto. Sin pronunciar palabra, lo acogió en un abrazo silencioso, lleno de una ternura inesperada, mientras una fina lágrima se escapaba sobre su rostro endurecido por los años.
Fiorella, con sus cinco años, se acercó con esa gracia que la caracterizaba. Le ofreció su oso favorito como un acto de bienvenida.
—Mi nombre es Fiorella, puedes jugar con él si quieres. Ahora somos tu familia; por siempre cuidaremos de ti —dijo con una sonrisa cálida.
Marcos, Mateo y Alessandro se unieron también, mostrándole los rincones del jardín y los secretos de los pasadizos.
Don Marcos, co