El trayecto a la casa fue silencioso, pero no incómodo. Había una paz contenida, casi sagrada, como si cada uno de ellos supiera que ese instante estaba hecho para ser recordado.
Al llegar, el sol acariciaba los jardines con ternura. Isabella bajó del coche con el niño en brazos. Nick se quedó parado junto a la puerta del conductor, sin moverse.
—Quédate —dijo ella, mirándolo.
—Tengo algunas cosas que hacer —respondió él, mirando hacia otro lado.
—Almuerza con nosotros, al menos —insistió Isabella.
Nick asintió con una sonrisa pequeña.
En el jardín, el aire olía a menta y madreselva. Las copas tintineaban, los platos estaban servidos, y por primera vez en mucho tiempo, la risa sonaba natural.
Después del almuerzo, se quedaron sentados bajo la sombra de un roble frondoso.
Carter miró a Nick, se cruzó de brazos con teatralidad y dijo:
—Buen trabajo, novato.
Nick se rió y miró a Isabella, que sostenía al niño dormido en su regazo.
— ¿Sabes? Por ella, hasta el fin del mundo… aunque su cor