La mañana parecía tranquila. El cielo tenía ese azul sereno que engaña al corazón, como si el mundo no fuera capaz de romperse en mil pedazos bajo tanta claridad. Pero Luciana sabía que esa calma era solo superficial. La tormenta venía desde dentro.
Alexander aún dormía. Estaba boca abajo, uno de sus brazos extendido sobre la cama, cubriendo parte de la almohada de ella. Su respiración era pesada, rítmica, el cuerpo sin tensión. Parecía ajeno a todo lo que los rodeaba.
Luciana lo observó por un instante, apoyada en la puerta de la habitación, aún vestida con la bata de satén azul que Alexander le había comprado semanas atrás, esa que siempre le decía que le dejaba los hombros “demasiado expuestos como para concentrarse”.
Ella no sabía si reír o llorar.
Porque había cosas que no se decían, que no se escribían, pero que se sentían.
Y una de esas era el miedo.
El miedo que crecía en ella cada vez que se encontraba con su nombre en titulares. El miedo que Alexander disimulaba con serenida