C198: Una mujer hermosa.

Había alguien en la habitación de Reinhardt. Estaba sentada en el borde de su cama, de espaldas, como una escultura olvidada por un dios distraído. La silueta se dibujaba con suavidad. Los hombros —tan frágiles, tan perfectos— emergían del vestido como los pétalos de una flor que se atreve a abrirse en la noche. La espalda se curvaba con la gracia de un suspiro, y sobre ella caía el cabello oscuro, que empezaba a crecer cada vez más, como tinta derramada sobre seda.

Pero lo que lo desarmó no fue la figura en sí. Fue el ambiente.

Una fragancia flotaba en la atmósfera, tibia, profunda, embriagadora. Tenía algo de gardenia y algo de deseo. Era perfume de mujer, sin duda alguna. Un perfume que se anidó en su garganta como una palabra no dicha, como un presagio.

Reinhardt se quedó quieto, atrapado entre el asombro y la sospecha. Esa no era una aparición casual. Era una intrusión en el santuario que era su habitación, en el castillo de sombras donde nadie debía entrar sin su permiso.

Y sin
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