Había alguien en la habitación de Reinhardt. Estaba sentada en el borde de su cama, de espaldas, como una escultura olvidada por un dios distraído. La silueta se dibujaba con suavidad. Los hombros —tan frágiles, tan perfectos— emergían del vestido como los pétalos de una flor que se atreve a abrirse en la noche. La espalda se curvaba con la gracia de un suspiro, y sobre ella caía el cabello oscuro, que empezaba a crecer cada vez más, como tinta derramada sobre seda.Pero lo que lo desarmó no fue la figura en sí. Fue el ambiente.Una fragancia flotaba en la atmósfera, tibia, profunda, embriagadora. Tenía algo de gardenia y algo de deseo. Era perfume de mujer, sin duda alguna. Un perfume que se anidó en su garganta como una palabra no dicha, como un presagio.Reinhardt se quedó quieto, atrapado entre el asombro y la sospecha. Esa no era una aparición casual. Era una intrusión en el santuario que era su habitación, en el castillo de sombras donde nadie debía entrar sin su permiso.Y sin
Ella bajó la mirada por un instante. Luego, con delicadeza, tomó la tela del camisón justo por el dobladillo. El vestido era corto, más de lo que él jamás imaginó verla usar. La tela subía apenas al moverse, dejando ver el comienzo de sus muslos tersos, como modelados en alabastro cálido. Y sin decir palabra aún, comenzó a balancearse muy levemente de un costado al otro, moviendo la cadera con gracia inconsciente, como quien se prueba ante un espejo por primera vez, buscando en los ojos ajenos una respuesta.—Es que quería saber… ¿Cuál es tu opinión acerca de esta ropa? ¿Qué dices? ¿Cómo crees que me queda?Reinhardt apretó los dientes. El silencio en su garganta era un nudo, un ancla pesada que no le permitía hablar con libertad. Por supuesto que le quedaba perfecta. Era un delito lo bien que le quedaba. El mundo entero parecía haber sido diseñado para que ese cuerpo llevara exactamente ese vestido. Pero él no podía decirlo. Y sin embargo, verla ahí, preguntándole eso, balanceándose
Reinhardt tragó saliva, pero le costó. El oxígeno le raspaba por dentro. Tal vez si la mataba se libraría de toda aquella situación tan conflictiva, pero no podía hacerlo. Nunca pudo. Ni siquiera cuando creyó que sólo era un muchacho más. Sin embargo, tener sentimientos por Jordan era como desarmarse frente al enemigo, porque aceptar lo que sentía era admitir que ella tenía el poder de destruirlo.Y entonces, como si esa vulnerabilidad fuese demasiado insoportable, como si la verdad le abriera una herida que no sabía cómo cerrar, se le escapó una sonrisa sarcástica, de esas que usaba cuando no sabía cómo protegerse.—Qué astuta… —musitó.Pero Jordan no se encogió. No bajó la mirada, y tampoco se ofendió. —No se trata de astucia, Reinhardt. Se trata de que esa es la verdad.—¿Qué es lo que estás tratando de hacer? —cuestionó él—. ¿Qué buscas presentándote así ante mí? ¿Acaso estás intentando ofrecerte? ¿Crees que de esa manera voy a olvidar todo lo que hiciste?Su voz, dura como un lá
Jordan sintió cómo su estómago se retorcía y la manera en que el calor le subía al rostro, no de deseo, sino de humillación. Sintió cómo las lágrimas pugnaban por salir, no por debilidad, sino por frustración. Porque ella había bajado todas sus defensas. Porque se había atrevido a mostrarse, a presentarse ante él con todo lo que era, sin máscaras, sin escudos. Y él solo la aplastaba.Pero lo que Reinhardt no decía, lo que se callaba con esas palabras crueles, era que sí la deseaba, que no podía apartar la mirada, que cada curva de ese vestido le quemaba la piel y el alma.Y aún así prefería destruirla antes que admitirlo, porque eso lo volvía vulnerable, porque eso significaba que ella tenía el control, y Reinhardt no soportaba no tener el control.A Jordan se le formó un nudo áspero en el pecho, como si dentro de su corazón alguien hubiese apretado con rabia un puñado de espinas. Le ardía respirar. No sabía qué hacer. No sabía qué decir.Se sentía estancada, como si su cuerpo estuvie
—Quizás si saliera allá afuera... —siguió Jordan—. Si buscara la forma de aprender, si encontrara a alguien que me enseñe cómo debo complacer a un hombre, cómo tocarlo, cómo moverme, podría regresar aquí contigo, y mostrarte todo lo que he aprendido. Reinhardt frunció el ceño lentamente, como si sus propias emociones estuvieran tardando en comprender lo que acababa de escuchar. —¿Qué? —preguntó, desconcertado—. ¿Qué es lo que estás insinuando?—Tal vez... —murmuró ella, sin atreverse a mirarlo directamente—. Tal vez si hubiera estado con alguien más, podría deshacerme de esta inexperiencia para poder complacerte como se debe.Lo dijo así, sin pensar demasiado, sin intención de herir. No era una provocación, era una confesión a media voz nacida de su propia inseguridad, de esa tristeza que había ido anidando en ella desde que sintió que no era suficiente. Jordan no sabía cómo sonar fuerte sin parecer impertinente, ni cómo ocultar la herida cuando algo la alcanzaba de lleno. Reinhard
Él bajó lentamente la mano. Sus dedos se separaron del brazo de Jordan como si soltarla doliera más que sostenerla. Después de lo que ella acababa de decirle, la voz en su cabeza no lo dejaba en paz. ¿Eso estaría bien? ¿Eso sería lo correcto? ¿Tomarla sería una derrota? ¿Sería admitir que ella tenía el poder, o estaba equivocado al respecto?Jordan lo había desarmado. Lo había arrastrado al rincón donde las excusas ya no funcionaban, donde solo quedaban los impulsos y las verdades que había intentado enterrar durante tanto tiempo.Y ahí estaba ella. Delgada, vulnerable, terca, y valiente, con esa cara fina y esos ojos que a veces parecían desafiar al mundo entero. Y de pronto, Reinhardt sintió que todo su control se tambaleaba una vez más.Recordó el pasado, cuando pensaba que Jordan era un joven escurridizo y callado que le robaba la paz. Lo deseaba, quería verlo sin ropa, quería hundirse en él, quería hacerlo suyo sin tregua, sin lógica, sin importarle lo que fuera.Y ahora que sab
Reinhardt la observó con sorpresa y, al mismo tiempo, con satisfacción. En ese instante, la lucha interna que había estado sofocando estalló. La idea de tenerla completamente, de hacerla suya, de someterla a su voluntad, le resultaba tan tentadora como peligrosa.Pero era un riesgo que había decidido tomar. Y, tal vez, al igual que ella, necesitaba ese pacto de placer, de poder y rendición. En ese instante, Jordan no era solo su prisionera. Era su oportunidad, su condena y su liberación.Reinhardt la miró, y por un instante, el mundo se detuvo. La frialdad que siempre dominaba sus pupilas comenzó a disiparse, como si una capa de hielo se estuviera derritiendo. Ya no intentaba esconderlo. La deseaba. La necesitaba. La miraba como si fuera el último sorbo de aire en un mundo que se desmoronaba, como si la única forma de salvarse fuera poseerla, absorberla, hacerla suya.En un movimiento casi desesperado, lo siguiente que hizo fue colocar su otra mano en la otra mejilla de ella. La atraj
Reinhardt respiró hondo, domando ese impulso que a veces lo volvía impaciente. Alzó la vista hacia Jordan y sus ojos buscaron algún signo de rechazo, pero solo encontró en ella nervios y entrega, y eso bastó para que se volviera más suave, más cuidadoso.Volvió a inclinarse sobre su intimidad, reanudando los besos con una devoción lenta. Sus labios encontraron el calor húmedo entre sus muslos, y esta vez no hubo prisa. La besó como si cada roce fuera parte de una ceremonia. Le acarició la piel con la lengua, trazando círculos, presiones sutiles, hasta que la sintió temblar nuevamente, esta vez por placer.La ayudó a levantar las piernas, con una mano firme bajo cada muslo, y las separó con más seguridad, dándose más espacio, más libertad para entregarse a su tarea. Siguió lamiendo con esmero, con intensidad, como si esa fuera su única razón de estar ahí. Y lo fue, durante ese momento.Cuando notó que la humedad era generosa, que el cuerpo de Jordan reaccionaba con más confianza, llevó