El hombre se retiró sin protestar, tragándose su incomodidad y fingiendo orgullo mientras se alejaba entre la música y el humo del salón. Jordan lo observó por un instante, pero su atención pronto volvió a Reinhardt.
No podía evitarlo. Allí estaba él, de pie como una estatua viviente, un monumento a la virilidad misma. Reinhardt tenía esa clase de presencia que hacía temblar el ambiente a su alrededor, una belleza ruda, feroz, casi mítica. Era imposible ignorarlo. Parecía esculpido por manos divinas que entendían la perfección en clave de peligro. Y esa presencia imponente, esa fuerza callada y dominante, era justamente la debilidad de Jordan.
Los ojos de Reinhardt se posaron en ella y Jordan sintió que algo se le atoraba en la garganta, por lo cual tuvo que tragar saliva con disimulo. La intensidad de esa mirada siempre la descolocaba, la empujaba a un terreno donde todo lo que conocía se volvía inestable.
—Tú tampoco deberías permitir que nadie te ponga una mano encima —declaró Rein