El hombre se retiró sin protestar, tragándose su incomodidad y fingiendo orgullo mientras se alejaba entre la música y el humo del salón. Jordan lo observó por un instante, pero su atención pronto volvió a Reinhardt.No podía evitarlo. Allí estaba él, de pie como una estatua viviente, un monumento a la virilidad misma. Reinhardt tenía esa clase de presencia que hacía temblar el ambiente a su alrededor, una belleza ruda, feroz, casi mítica. Era imposible ignorarlo. Parecía esculpido por manos divinas que entendían la perfección en clave de peligro. Y esa presencia imponente, esa fuerza callada y dominante, era justamente la debilidad de Jordan.Los ojos de Reinhardt se posaron en ella y Jordan sintió que algo se le atoraba en la garganta, por lo cual tuvo que tragar saliva con disimulo. La intensidad de esa mirada siempre la descolocaba, la empujaba a un terreno donde todo lo que conocía se volvía inestable.—Tú tampoco deberías permitir que nadie te ponga una mano encima —declaró Rein
Jordan empezó a observar al hombre con más atención, y pronto notó que su comportamiento era extraño, casi nervioso. La manera en que evitaba el contacto visual, como si tratara de esconder algo, y cómo sus movimientos se volvían más rápidos y erráticos cuando pensaba que nadie lo veía, todo su comportamiento en sí era extraño y eso empezó a inquietarla.En un momento, cuando el hombre se dio cuenta de que el papel no estaba en su bolsillo, su rostro se transformó. Se quedó quieto por un instante, palpitando la situación, y luego comenzó a buscar frenéticamente, como si el papel tuviera un valor que no podía permitir perder. Y, efectivamente, lo tenía.Jordan no intervino, no le dijo nada. Lo observó en silencio, mientras él seguía revisando su chaqueta, sus bolsillos, el suelo, con la esperanza de encontrarlo en algún lado antes que cualquiera de los empleados del cabaret.El hombre se puso cada vez más nervioso y empezó a sudar, pero como nadie vino a reclamarle, a preguntarle por l
Reinhardt llamó a Charlie a su oficina y éste acudió al sitio con la prisa de quien sabe que, en ese lugar, cada orden tiene un peso propio. Apenas entró, notó la expresión severa del Jefe, ese gesto hermético que solo aparecía cuando los asuntos eran más delicados de lo habitual.Reinhardt no desperdició palabras. Se limitó a ordenar:—Quiero toda la información que tengas sobre Samuel Vargas.Samuel Vargas era el hombre que había dejado caer el papel de su bolsillo con todas aquellas indicaciones. Reinhardt lo conocía, claro que lo conocía. Era imposible no hacerlo. Samuel llevaba casi un año formando parte de la maquinaria que sostenía al cabaret, un rostro habitual entre los pasillos, un trabajador silencioso que, aunque no era considerado un hombre de absoluta confianza, tenía la libertad de entrar y salir del establecimiento, igual que otros tantos empleados que colaboraban en las actividades de distribución.Charlie, aún de pie frente a él, asintió de inmediato.—Está bien. Sol
Cierto día, Reinhardt se encontraba solo en su oficina, sumido en el espeso aroma del cigarrillo que impregnaba el aire como una cortina densa e inundada de pensamientos. Fumaba en silencio, perdido en un océano de ideas turbulentas que golpeaban su mente con la misma insistencia con la que el humo se adhería a las paredes. Entre todo aquello, había un nombre que no lograba disipar, una sombra persistente que no le concedía paz: Dante. No lo había olvidado ni un solo instante. Los asuntos pendientes con él eran una herida abierta que palpitaba con cada latido de su rabia. Reinhardt no era de los que dejaban cuentas sin saldar, y Dante había firmado su deuda con fuego y sangre.El recuerdo era vívido: las cajas de licor cuidadosamente cargadas en el coche, la ruta trazada para la entrega, y luego el estallido brutal que lo arrasó todo. La explosión de la bomba no solo había destruido el vehículo y la mercancía, también había volado una fortuna en un instante, dejando tras de sí el sabo
Lo más desconcertante de todo era que Reinhardt no parecía, en absoluto, molesto. Era bien sabido que él no era un hombre dado a exteriorizar sus emociones, ni a través de su rostro ni mediante palabras precipitadas. Su semblante, siempre imperturbable, solía mantenerse ajeno a cualquier turbulencia interna, como si las pasiones humanas no lo alcanzaran del todo.Sin embargo, en ese instante, había algo en su mirada que hablaba en su lugar. Aunque su postura era serena, aunque sus gestos no traicionaban ni un atisbo de furia, Reinhardt parecía distinto, como si de pronto un enorme peso hubiese sido retirado de sus hombros. Se veía relajado, casi liberado, como un hombre que, tras soportar una carga insoportable, finalmente encuentra un respiro.—Escucha bien, Samuel Vargas —dijo, con su tono ni severo ni furioso, sino extrañamente tranquilo—. A pesar de que filtraste información vital sobre mí, datos esenciales que buscaban atraparme en momentos de vulnerabilidad... A pesar de que apr
Reinhardt se había quedado quieto, apoyando los dedos largos contra su barbilla, asintiendo lentamente mientras procesaba cada palabra que Charlie le relataba con la precisión de un bisturí. Parecía un juez silencioso, absorbiendo los detalles, calibrando las posibilidades en su mente sin necesidad de alzar la voz o mostrar ninguna emoción evidente en su rostro de mármol. Solo ese leve asentir y el resplandor frío en sus ojos delataban que estaba maquinando algo.Finalmente, rompiendo el pesado silencio, Reinhardt habló.—Muy bien, Charlie. El hombre que lo recomendó para trabajar aquí, lo quiero muerto —ordenó—. Por otro lado, quiero a la esposa de Samuel Vargas aquí, en el cabaret. Tienes una hora.La orden fue lanzada con tal naturalidad que parecía estar pidiendo un simple café en lugar de la vida de una mujer. Charlie no necesitó mayor explicación. Asintió con un respeto casi reverente y salió de la habitación sin perder tiempo.Apenas la puerta se cerró, Samuel comenzó a convuls
Media hora después, la puerta de la habitación se abrió con un chirrido. El hombre que traía a la esposa de Samuel entró cargando el peso de la mujer sobre su hombro, como quien carga un saco de harina. Ella, atada de pies y manos, con los ojos vendados y la boca amordazada, soltaba gemidos ahogados de terror puro, retorciéndose en vano, incapaz de ver, de hablar o de defenderse.El tipo la dejó caer al suelo sin ningún cuidado, como si arrojara un objeto inservible. El golpe seco resonó en la habitación, haciendo eco del desprecio absoluto con el que era tratada.Samuel, que ya había sido atado a una silla y había sido amordazado de nuevo, se retorció violentamente al verla. Gritó contra la mordaza, soltando un gemido desesperado y desgarrador, teniendo sus ojos desorbitados de horror. Su cuerpo entero temblaba, luchando contra las cuerdas que lo mantenían prisionero. La esposa, vendada, seguía sollozando, encogida en el suelo como una criatura herida, sin saber dónde estaba ni qué
Reinhardt se paseó lentamente frente a Samuel, con su figura imponiéndose como una sombra en la habitación.—Esto también es una lección —declaró Reinhardt—. Una lección para todos aquellos que osen traicionarme. Es algo que tengo que hacer, que necesito hacer, y estoy encantado de hacerlo. Porque será muy entretenido.Se detuvo frente a Samuel, inclinando apenas la cabeza como si analizara una pieza defectuosa.—La verdad es que no puedo entenderlo —continuó—. ¿En qué estabas pensando? ¿De verdad pensaste que podías traicionarme y seguir llenándote los bolsillos a través de mí y de Zaid, durante meses, sin que me diera cuenta? ¿Creíste que nunca te iba a descubrir? ¿Que Zaid me mataría, y luego qué...? ¿Creíste que se adueñaría de mi imperio y te haría su mano derecha? —chistó con desdén—. Eres un ingenuo, Samuel. Zaid podrá ser un enfermo, un patán, una basura... —escupió cada palabra con desprecio—. Pero no es un tonto. Jamás te hubiese dejado vivir. Quizás, si la suerte estaba de