Georgina
Apenas empieza a amanecer, y no deseo volver a la casa. Me gusta la vista tranquila que tengo ahora, con el valle cubierto de pasto casi seco, bañado por el rocío que humedece mis pies descalzos, el cri-cri de los grillos que inundan el campo y el río que amortigua y relaja mis pensamientos.
Desde mi habitación podía escuchar los aparatos a los que tienen conectada a mi madre, también su respiración pesada y dolorosa, sentía como si fuera mi propio pecho el que se desgarraba con cada aliento que atrapaba por necesidad, y los pasos de la enfermera sin descansar un segundo.
«Son sus últimos días» dijo ella, con mucho pesar cuando entré preocupada por la agitada noche.