Lucy, convertida en una fiera iracunda, se abalanzó sobre Irum en pos de despedazarlo.
—¡Hijo de perro, infeliz!
Las puntas de sus dedos alcanzaron a rozarle la mejilla en un intento de bofetada.
—¡No, Lucy! —Libi la sostuvo y empezaron un forcejeo.
—¡Suéltame, que lo mato!
—¡Él no hizo nada!
—¡No lo defiendas! —exigió Lucy—. ¡No te atrevas a defenderlo! —estiró un brazo por entre los de Libi y jaló del cabello de Irum hasta hacerlo gritar.
—¡Suficiente! —exclamó Irum—. Yo no la he tocado. Pregúntale a quién fue a visitar a la cárcel.
Lucy dejó de luchar.
—Ya me harté de todo esto, devuélveme el teléfono —exigió Irum.
Libi le devolvió el aparato que le había quitado y él se marchó. Su partida no trajo consigo al silencio.
—Dime que no fuiste a ver al infeliz de Damien. ¡Dime que no fue él quien te pegó! —gritó Lucy.
—Él me llamó.
Los gruñidos de Lucy fueron los de una bestia furiosa y le dio al sillón las patadas necesarias para desahogarse.
—¡¿Por qué?! Es que de verdad no te ent