Hiz lo sabía, pero no podía detenerse, de hecho, todo lo que había dentro de ella se estaba chocando y batiendo una guerra.
—¡Estás loca! —gritaba Dane detrás de ella y sus amigas la apoyaban en el reclamo—. ¡¿Cómo se te ocurre despreciar a la segunda persona más importante del mundo?!
—¡Sí, Hiz, estás buscando que nos maten a todas por tu culpa! —gritó otra chica, una de cabello rubio y ojos rasgados color esmeralda.
—Parece que se te olvidan todos esos cuerpos que vimos en la plaza —soltó Dane con amargura.
Hiz se devolvió para verle las caras a sus amigas que detenían el paso en seco. Se encontraban a la entrada de un estrecho camino hecho de ladrillos rojos que las conducirían a una serie de callejones por el cual podrían salir de la diminuta ciudad para poder llegar a su aldea.
Hiz sabía que allí, en aquella soledad, podría decirles a todas esas chicas lo que estaba pensando sin que el miedo la detuviera.
—¡Es justamente por todos esos cuerpos, por esas personas! —dijo con amarg