El murmullo lejano de las primeras voces en los pasillos no era suficiente para romper el silencio en mi oficina. Aún era temprano, y la mayor parte del equipo no había llegado todavía. Me concentraba en la pantalla del portátil, tratando de avanzar con la simulación de uno de los módulos del nuevo software. No era fácil. La mente me divagaba con demasiada frecuencia, como si no quisiera quedarse en un solo lugar. Todo en mí parecía ir a destiempo.
Una ligera tos en la puerta me sacó de mis pensamientos.
—Te traje el café que te ofrecí —dijo Emma con una sonrisa discreta, entrando con una bandeja donde humeaba una taza perfectamente servida.
—Gracias —respondí con una sonrisa fugaz, tratando de sonar natural.
La taza aterrizó sobre el escritorio y Emma se retiró con una discreta inclinación de cabeza, sin notar que yo ya comenzaba a palidecer.
En cuanto el aroma del café subió hasta mis sentidos, el estómago me dio un vuelco. Una ola repentina de náuseas me recorrió entera, helándome