Dormí poco y mal. El reloj marcaba las 5:42 de la mañana cuando me rendí ante el insomnio. Había dado vueltas en la cama como si pudiera revolver las ideas hasta ordenarlas, pero nada parecía encajar. Todo en mi mente eran piezas sueltas de un rompecabezas sin marco: los registros de acceso, la actitud extraña de Adrián, la ausencia de Emma, los silencios cálidos de Xander y su frialdad en el momento siguiente. Y mi corazón, también fuera de lugar, latiendo con un ritmo que ya no obedecía a lógica alguna.
Me senté en el borde de la cama, sin encender la luz. A través de la puerta entreabierta, vi que el cielo empezaba a clarear. La ciudad aún no despertaba del todo, pero ya podía sentir la vibración tímida de los primeros autos, del murmullo que anunciaba el inicio del día. Me levanté y fui al baño. Me lavé la cara, el cuello, los brazos, como si pudiera borrarme la noche. Aún llevaba la camiseta de Xander, y de algún modo, el olor me tranquilizaba y me inquietaba al mismo tiempo.
Cua