Salí de la sala de juntas y cerré la puerta tras de mí, pero el eco de sus últimas palabras siguió resonando en el pasillo, en mi cabeza, en cada fibra de mi ser.
“La guerra empezó hace mucho. Lo que acaba de empezar es mi contraataque.”
Caminé hacia mi oficina con pasos medidos, automáticos. Los empleados que me cruzaba bajaban la mirada, apartándose como si mi sola presencia quemara el aire. Podían sentirlo. Todos podían sentirlo. La calma tensa que precede a un huracán.
Cerré la puerta de mi despacho y me quedé de pie en medio de la habitación, en silencio. La furia era una bestia familiar, una que solía controlar a mi antojo. Pero esto era diferente. Debajo de la ira había algo más, algo que me resultaba extrañamente incómodo: admiración.
Una jugada audaz, le había dicho. Me quedé corto. Había sido una jugada magistral.
Había usado la recomendación del médico —una recomendación que yo había provocado con mi insistencia— como el fundamento de su golpe de estado. Había reafirmado su