Los días que siguieron fueron un infierno helado, uno que yo mismo había construido ladrillo a ladrillo. Cada mañana me despertaba con el eco de sus palabras resonando en mi cabeza: “¡Además, todavía ni siquiera sé si realmente quiero tenerlo!”. La frase era una herida abierta, un recordatorio constante de que la única cosa en el mundo que había empezado a desear con una ferocidad que me asustaba, para ella era solo una duda.
Así que levanté un muro. Un muro de hielo, impenetrable y frío. Era mi único mecanismo de defensa. Si ella no estaba segura, yo no podía permitirme sentir. La euforia, la esperanza… todo quedó enterrado bajo capas de una profesionalidad gélida. En la oficina, me convertí en una sombra, en una firma al final de un correo. Me comunicaba a través de Emma, convirtiéndola en la mensajera de nuestra guerra fría, porque mirarla a los ojos era demasiado. Era admitir que me había destrozado.
Pero debajo de ese hielo, el fuego seguía ardiendo. Un fuego de preocupación que