Ya no quería mirarlo.
Sentía el pecho arder de rabia, vergüenza y angustia, todo mezclado hasta que apenas podía respirar.
—Quiero que te vayas —repetí, esta vez en voz más baja, aunque cada músculo de mi cuerpo temblaba.
Scott no se movió. Se quedó ahí sentado… mirándome fijamente como si irse no fuera una opción.
—Sabrina… —comenzó.
Estallé.
—¡TE DIJE QUE TE VAYAS!
El grito se me escapó antes incluso de darme cuenta. Me puse de pie de un salto, y mi voz resonó en las paredes del salón. Scott se sobresaltó un poco.
—¡Se acabó! —grité, con la voz temblorosa de rabia. ¡Ya no aguanto más este estúpido matrimonio! ¡Ya no aguanto más las mentiras! ¡Ya no aguanto más que tú y mi madre me usen para jugar a ese juego retorcido que ustedes dos creen que están jugando!
Los ojos de Scott se abrieron de par en par por la sorpresa. —Sabrina, nadie está…
—¡NO! —grité tan fuerte que me ardía la garganta—. ¡No te atrevas a decir que nadie está haciendo nada cuando YO LO VI! ¡VI LO QUE HIZO! ¡TE VI…!