—¿Dónde está Camila? ¿Se ha muerto o qué?
Mientras recuperaba la conciencia, escuché los gritos furiosos de Adrián.
—Señor Mendoza, no hemos logrado encontrarla… ¿Podría haberle pasado algo? —respondió su asistente con cierta vacilación.
Al escuchar la respuesta, Adrián, fuera de sí, estrelló violentamente su copa de vino contra el suelo.
—¡Bah! ¡Lo hace a propósito para humillarme! Me guarda rencor por haberla castigado por lo de Lucía.
Estaba tan enfadado que respiraba con dificultad, con el rostro completamente enrojecido.
De pronto, Lucía se acercó dulcemente a él y, con una sonrisa fingida, le mostró la pantalla de su móvil:
—Adrián, creo que acabo de ver a Camila… y le tomé una foto.
Era una foto mía junto a David, mi amigo de infancia.
Adrián fijó su mirada en la imagen y, con rabia descontrolada, exclamó:
—¡Vaya! ¡Cómo se atreve a traicionarme! ¡Se encuentra con otro incluso el día de nuestra boda!
Al ver su expresión distorsionada por la ira, yo no sentí ninguna emoción. Siempre había sido así: creía ciegamente en Lucía, pero jamás en mí.
Supuse que, en ese momento, debía estar deseando terminar de destruirme…, aunque, en realidad, ya lo había logrado.
En aquel sótano oscuro y estrecho, me tenía atada a un poste. Mi claustrofobia hacía temblar sin control, y entre sollozos, le había suplicado:
—Adrián, ¡te lo ruego! ¡Reconozco mi error! No debí haber lastimado a Lucía…
Pero él, con frialdad, soltó un comentario sarcástico:
—¿Y ahora te haces la víctima? ¿Dónde quedó ese valor con el que la empujaste por las escaleras?
—¡No…! ¡No lo hice! —tartamudeé, por culpa del miedo.
Pero no le importó. Sin dudarlo, me tapó la boca con cinta adhesiva selló mis labios temblorosos, con fuerza. Tras lo cual, haciendo caso omiso de mi mirada suplicante, tomó un cuchillo y me hizo tres cortes en el brazo.
—Esto es por la fractura de la mano que le causaste a Lucía. No te preocupes, no te vas a morir por unos simples rasguños.
Tras decir esto, salió del sótano y cerró la puerta con un golpe seco.
Siempre había sido frío conmigo, pero nunca imaginé que pudiera ser tan cruel y miserable.
Sentí un dolor agudo en el brazo y noté cómo la sangre se escurría lentamente por los cortes hasta caer al suelo.
Pero Adrián estaba equivocado.
No sabía que, a causa de la hemofilia de nacimiento, aquellos tres cortes eran lo bastante mortales para mí.
En ese momento, me invadió la desesperación. Cada respiración era un sufrimiento insoportable.
—Ay… ay… —Mis quejidos resonaban en el silencio del sótano.
No supe cuánto tiempo pasó. Solo sé que el dolor fue tanto, que terminé perdiendo la conciencia.