Alice
— ¡Alice! — escuché el grito familiar desde la salita del fondo y hasta se me revolvió el estómago.
Respiré hondo, me coloqué el delantal y caminé hacia la puerta con la certeza de que estaba a punto de recibir un sermón digno de telenovela. Cuando empujé la puerta, allí estaba él: señor Barbosa, con el traje sudado, el ceño fruncido y un vaso de café frío en la mano.
— ¿Me puedes explicar, por el amor de Dios, cómo le echas spray de pimienta en la cara a ese hombre?
Levanté las cejas, intentando no reírme.
— Mira… técnicamente, él se puso delante — dije encogiéndome de hombros. — Y yo no estaba apuntándole a él.
Cerró los ojos y se pasó la mano por la cara, respirando hondo. Luego se giró y me miró con esos ojos desorbitados.
— ¿¡Sabes quién era ese hombre!?
— Claro, Diego Montenegro — respondí con toda la calma del mundo.
— Diogo. ¡Diogo Montenegro! — corrigió casi tragándose su propio bigote. — ¡El Diogo Montenegro! ¡Dueño de Montenegro Holdings, esa empresa de ingeniería mec