Después de rogarle a mi novio, William Jones, que se casara conmigo durante 99 días, finalmente accedió.
Pero en el día de la boda, nunca apareció.
Fue solo cuando uno de los invitados descubrió en las redes sociales el certificado de matrimonio que había compartido un mes antes que supe la verdad: él ya se había casado hace más de un mes con su amiga de la infancia, Carolina Aston.
Me quedé paralizada, como si el mundo a mi alrededor se hubiera esfumado.
Los murmullos de los invitados no tardaron en llegar.
—¿William se casó desde hace un mes? ¿Entonces Diana ha sido la amante todo este tiempo?
—¿Acaso las amantes tienen el descaro de celebrar una boda así?
—Seguro que lo hizo para obligarlo a casarse. No me extraña que William no haya aparecido. Bien merecido que la hayan plantado.
Mi mente se quedó en blanco hasta que un grito desgarrador rompió el silencio.
—¡Alguien se ha desmayado! ¡Llamen a una ambulancia!
Dirigí la mirada hacia la fuente del grito y mi rostro se desencajó.
Era mi madre. El golpe de la noticia provocó un nuevo ataque al corazón en mi madre; se desplomó al suelo, temblando, y el pánico me paralizó.
Mi madre ya estaba muy enferma. Los médicos habían dicho que le quedaba poco tiempo.
Cuando quedé embarazada de William, me dijo que temía no llegar a ver nacer al bebé nacer.
Por eso, su último deseo, en sus últimos días, era presenciar la boda de su hija, un momento que esperaba con toda su fuerza.
Durante noventa y nueve días, no dejé de insistirle a William para que se casara conmigo.
Pero él siempre se escurría.
El primer día, el gato de Carolina se había perdido y tenía que ayudarla a buscarlo.
El segundo día, la lámpara de Carolina se había roto y tenía que arreglarla.
El tercer día, Carolina estaba enferma y él tenía que cuidarla.
***
Hasta que, al día 99, finalmente aceptó mi propuesta.
Pero ahora, me dejaba plantada en el lugar.
Si nadie hubiera descubierto su publicación en las redes sociales, seguiría viviendo en la ignorancia.
William era un completo farsante.
Me quedé de pie frente al quirófano durante una eternidad, hasta que la puerta se abrió.
El médico salió y me comunicó, con pesar, que habían hecho todo lo posible.
Las lágrimas resbalaron silenciosamente por mis mejillas. Abrí la boca, pero no pude pronunciar una sola palabra. Había perdido a mi madre para siempre.
En ese instante, sonó mi teléfono.
Era un mensaje de William.
—Lo siento, cariño. Carolina se ha torcido el tobillo y tengo que cuidarla.
—¿Qué te parece si lo celebramos otro día? Te prometo que te daré la boda más lujosa.
Mis dedos se aferraron al teléfono con fuerza.
¡No habría una próxima vez!
Desde el momento en que no se presentó a la boda, entre nosotros, todo había terminado para siempre.