Los hombres tardan lo que parecen setenta horas en saludarme, aunque son solo segundos, pero es tiempo suficiente para que mi estómago se convierta en un pozo de inquietud. Siento una opresión y una amargura de anticipación, como si una víbora se enroscara en mis entrañas.
Todo sucede en cámara lenta; una tras otra, sus miradas se posan en mí, haciéndoles quedarse en silencio.
—Hola de nuevo—, me saluda uno de ellos, que sé que es Cole.
Conozco a cada uno de ellos porque he pasado horas estudiando la página web de la empresa y cada uno de sus casos.
—Oh, vaya—, interviene otro, con un tono teñido de humor sutil. Eli.
El tercero, Max, me dedica una sonrisa irónica. —Vaya, qué grata sorpresa—.
Pero al frente se encuentra el hombre que parece esculpido en el mármol más fino, afilado y cincelado. Rígido e inmóvil, podría pasar por una estatua si no fuera por el leve tic en su mandíbula.
Siento una punzada de angustia en mi interior, mezclada con una chispa de deseo indeseable, completamen