Capítulo 2. El dolor de ser traicionado.

Erika salió de allí sintiendo la sensación más dolorosa del mundo. Nunca creyó ser traicionada por el hombre que amaba y menos por su propia hermana.

Se dio cuenta de que toda su vida había sido una farsa, sus palabras de amor, sus noches de pasión, sus atenciones, sus sonrisas, todo era mentira, no podía creer cómo fue capaz de fingir de manera perfecta, era el mejor actor en esa comedia, porque ella le creyó todo.

Lo peor de ese golpe, es la sorpresa cómo llega porque jamás lo sospechó.

Se subió al auto y apretó el volante hasta que los nudillos de las manos se le pusieron blanco, en ese momento entendía la frase “Ser atravesada por un rayo”, porque de esa manera se sentía, como si alguien hubiera lanzado sobre no un rayo, si no una espada filosa atravesando todo su cuerpo.

No pudo evitar las lágrimas mientras sonoros gemidos salían de sus labios. Arrancó el auto y sincronizó la radio al ritmo de “El último adiós” de paulina Rubio. Preguntándose a ¿Dónde podía ir ahora? ¿Qué haría? ¿Dónde comenzar? Cuando había dejado todos sus sueños a un lado para ir tras los sueños de Julián, se negó a sí misma para estar con él.

—¿Qué estúpida fuiste Erika? Dejaste de vivir por ti para que él cumpliera sus sueños —se dijo en voz alta mientras el dolor la atravesaba por dentro como un agudo puñal.

Las lágrimas empañaron sus ojos mientras manejaba sin rumbo fijo. Sabía que debía detenerse porque podía accidentarse, pero no podía, quería poner distancia con esos seres que le habían hecho tanto daño.

—Mi propia hermana, por la que me desprendí de tanto para dárselo a ella, a la que aún siendo yo una niña, la cuidé con amor —no podía creer que la maldad de Elisa llegara a tanto.

Recorrió por mucho tiempo la carretera, cada segundo Erika aceleraba más, como si quisiera acabar con su propia vida, no era para menos, sentía el peso del mundo sobre sus hombros.

En un momento, apretó un botón y el techo del auto se separó, no le importó que estaba lloviendo, sus lágrimas se mezclaron con la lluvia, desdibujando el mundo fuera de su coche.

Condujo de forma temeraria, más rápido de lo que había conducido nunca. El viento le agitaba el pelo de un lado a otro, mientras el coche subía y bajaba por las sinuosas carreteras.

Su pie se sentía como plomo en el pedal, empujando el coche aún más rápido.

De repente, los neumáticos del coche empezaron a patinar y Erika supo que había ido demasiado lejos. Frenó en seco, pero el auto no se detuvo, intentó poner el freno de mano, pero tampoco lo logró.

El miedo se apoderó de ella, y aunque momentos antes pensaba que esa era la mejor salida, ya no estaba tan segura, pensó en su hijo, en el eco que se había hecho ese mismo día y negó con la cabeza.

—¡¿Qué diablos es esto?! —exclamó mientras trataba de calmarse.

Apretó de nuevo el freno con fuerza para detener el auto, pero fue en vano.

—No puedo morir, debo vivir por mi hijo —repetía como un mantra—, para vengarme de esos desgraciados, seguro fueron ellos quienes sabotearon los frenos de mi auto para asesinarme, pero no voy a dejar que se salgan con la suya.

Dijo en voz alta, mientras todos los engranajes de su cerebro se activaban, debía de pensar en una forma de salir de allí con vida.

El corazón le latía con fuerza y las lágrimas seguían brotando de sus ojos y bajando por sus mejillas. Respiró hondo y temblorosamente.

Había ido demasiado rápido, demasiado lejos, y lo sabía. Tenía que calmarse, recuperar el control de sí misma.

Sin saber qué hacer, aceleró aún más en un intento de salir de aquel lugar.

Una luz se encendió a la izquierda de la carretera y decidió que aquella era la única salida. Erika se metió por ese camino a toda la velocidad, sin embargo, el auto, aunque aminoró la velocidad, no se detuvo.

La única salida era saltar, no tenía otra opción, rogó en su interior que todo saliera bien, que su hijo se salvara, sin pensarlo más, se lanzó, mientras el auto seguía su camino y se desabarrancaba.

Todo se oscureció a su alrededor. Una sombra se alzó frente a ella. Era él. El hombre de quien se había enamorado, el mismo que la había traicionado. Se encontraba allí, frente a ella, sonriéndole con suavidad.

No pudo resistir mirarlo a los ojos y, cuando lo hizo, vio que él también la miraba.

“—¿Por qué me traicionaste? —preguntó ella suavemente, entre la nubla de su mente.

—Las cosas no suceden por algo, Erika. Suceden porque así tienen que suceder — respondió él”.

Un estallido de dolor y desesperación se apoderó de ella, todos sus sueños y esperanzas, destrozados. Ella no pudo contener las lágrimas. Lloró amargamente. Un grito de angustia se escapó de sus labios. No sabía qué hacer.

Sentía que estaba entrando a un mundo oscuro e inexplorado, lleno de dolor, traición y desesperación. Pero también había algo más, algo que no podía identificar.

Era como una especie de paz, de libertad. Como si algo que su alma sabía desde el principio se hubiera desatado. Se sintió como si estuviera volando.

Tomó un profundo aliento y cerró los ojos. Entonces, pudo escuchar la voz del pasado. Aquellas palabras que él le dijo, ahora llenaban su corazón de amor. Su mente dejó de pensar en aquel dolor y comenzó a flotar en un mundo de sueños.

Erika abrió los ojos y vio lo que se encontraba frente a ella. El lugar en el que estuvo antes de caer en el vacío estaba ahí. El mismo lugar donde ella y él compartieron sus momentos más felices. Todo volvía a su lugar.

Erika sonrió y entendió que la traición no había sido el final, sino un principio. Estaba lista para comenzar una nueva vida. Todas las heridas del pasado comenzaron a cerrar y sus esperanzas renacieron.

Cerró los ojos una vez más, pero en esta oportunidad lo hizo con esperanza en el corazón. Sabía que podía dar un nuevo comienzo, un inicio diferente, lleno de amor, uno en el que podría seguir sus sueños sin miedo a la traición y el dolor.

Era como si el tiempo se hubiera detenido y un hueco oscuro se la hubiera tragado y allí no supo más, quizás la vida le ofrecería una segunda oportunidad para ser feliz, y tal vez ella lo aceptaría, solo tocaba esperar lo que decidiera el destino.

“El destino no reina sin la complicidad secreta del instinto y de la voluntad”. Giovanni Papini.

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