Julian volvió poco después, con el niño ya dormido. Lo dejó en el moisés, acomodó la manta con las dos manos, y pasó un dedo por la frente de su hijo, como se alisa un papel importante. Se quedó mirándolo, inclinado, con la lámpara del pasillo encendida solo lo necesario. Se vio a sí mismo a los siete años, esa cocina, ese olor caliente y malo, esa soledad. Se vio ahora y no fueron el mismo hombre. Puso la palma abierta sobre su propio pecho, como quien comprueba que sigue ahí. Volvió al cuarto. Kira lo esperaba con la sábana levantada a un lado, un lugar guardado sin palabras. —¿Todo bien? —preguntó. —Dijo que sí —sonrió él. —¿Ah, sí? —En su idioma. 
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