El grito de los guerreros del norte resonó en los oídos de los aldeanos. No era un grito de guerra, sino un grito de lealtad. Christina, aún paralizada por la sorpresa, sintió a los ancianos temblar detrás de ella. Se habían escondido en las cuevas por miedo a un simple guerrero, y ahora se daban cuenta de que el hombre al que habían tratado con desprecio era un rey.Desde la entrada de la cueva, los aldeanos miraron la escena. Wolf, el paria, el forastero, el esclavo que movía rocas, caminaba hacia la playa. Sus hombres, vestidos con armaduras y armados hasta los dientes, se arrodillaron ante él. No había duda, la mentira de Christina había sido una verdad a medias. Wolf era un guerrero, pero también era un monarca.Los ancianos, con el rostro pálido y los ojos llenos de terror, salieron de la cueva, arrodillándose ante Wolf.—Mi señor... —susurró el líder, su voz temblaba—. No sabíamos.Wolf ni siquiera los miró. Se acercó a sus guerreros, que lo miraban con reverencia. Los abrazó, s
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