Leonard se quedó observando la cubierta del libro. Era el mismo título que tantas veces había visto en la mesa de Emma, con la misma caligrafía gótica y las ilustraciones doradas que parecían cambiar de brillo bajo la luz. El corazón le latía con fuerza. No podía apartar la mirada.Finalmente, alzando los ojos hacia Victoria, murmuró con voz grave:—Dime la verdad… ¿cómo funciona este libro? ¿O debería decir… este portal?Un silencio denso llenó el apartamento. El tictac de un reloj de pared fue lo único que interrumpió aquel instante en el que la tensión parecía tangible. Victoria, con una sonrisa controlada, se acercó con pasos lentos hasta él.—Sabía que no te iba a pasar desapercibido —susurró, rozando con la yema de sus dedos la superficie del libro como si fuera un objeto sagrado—. Pocos pueden verlo tal cual es.Leonard frunció el ceño, dando un paso hacia atrás.—No juegues conmigo, Victoria. Tú sabes perfectamente qué significa esto. Lo viví. Lo crucé. Perdí demasiado allí. N

La noche había caído sobre Nueva York, pero dentro del apartamento de Victoria el ambiente estaba muy lejos de ser tranquilo. Las luces bajas dejaban rincones en penumbra, apenas iluminados por el titilar de unas velas estratégicamente puestas en la mesa del centro. El aroma a madera y especias flotaba en el aire, envolviendo la habitación en una atmósfera que parecía deliberadamente calculada para desconcertar y atrapar.Leonard se había quedado de pie junto a la ventana, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, observando los edificios iluminados que parecían extenderse infinitamente hacia el cielo nocturno. El ruido de la ciudad apenas llegaba hasta allí, como si el apartamento fuera una burbuja donde solo existieran él… y ella.Victoria caminaba lentamente por detrás de él, sus tacones resonaban en el piso de madera, marcando un compás pausado, casi hipnótico. Su sombra alargada se proyectaba contra la pared, acercándose cada vez más hasta que su silueta se mezcló co

La habitación estaba en penumbras. Solo la lámpara de la mesita de noche dejaba escapar una luz cálida que iluminaba los perfiles de Emma y Leonard. Afuera, la ciudad de Nueva York vibraba como siempre: autos pasando, luces de neón parpadeando, y un murmullo lejano que nunca dormía. Pero dentro de aquel apartamento, el tiempo parecía detenerse.Emma estaba sentada en la cama con un par de libros apilados a un lado, algunos abiertos, otros con papeles marcando páginas importantes. Sus ojos brillaban, no de cansancio, sino de una emoción contenida que había guardado para ese instante. Leonard, recién duchado y con el cabello aún húmedo, se dejó caer a su lado, apoyando un brazo sobre las sábanas mientras la observaba en silencio.—Has estado leyendo mucho últimamente —dijo él, arqueando una ceja con curiosidad.Emma levantó la vista de las páginas, sus labios dibujaron una sonrisa tenue.—Mucho más de lo que pensabas que podía leer, ¿verdad? —respondió en tono juguetón, aunque pronto su

Leonard permanecía de pie en su despacho improvisado, con la ventana abierta dejando entrar la brisa de la madrugada. Había pasado horas ensayando en su mente cómo sonaría su voz, qué palabras debía elegir, qué tono debía usar para que Lady Violeta Lancaster creyera cada sílaba que pronunciara. No podía fallar: un error lo descubriría, y con ello perdería no solo el plan, sino también a Emma para siempre.Respiró hondo y tomó el espejo de comunicación mágica que ella le había dejado. Sus dedos temblaron apenas, y cuando la superficie brillante comenzó a oscurecerse y luego a iluminarse con la imagen de Lady Violeta, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Allí estaba ella: elegante, con esa mirada fría y calculadora que podía atravesar cualquier máscara.—Vaya, príncipe Leonard —dijo Lady Violeta con una sonrisa que era todo menos amable—. Qué sorpresa que me llames tan pronto. ¿Acaso has tomado ya una decisión?Leonard apretó la mandíbula. Debía sonar convincente.—Sí. He pensado

Leonard descendió del taxi con el rostro serio, la mirada clavada en la mansión que se alzaba frente a él. Era imponente, casi intimidante, como si cada piedra que la componía guardara secretos oscuros de generaciones pasadas. El chofer le ofreció ayuda con el equipaje, pero Leonard apenas llevaba consigo un maletín discreto; pagó la carrera con rapidez y avanzó hasta el portón de hierro forjado.Antes de poder tocar, las puertas se abrieron con un chirrido solemne, como si lo estuviesen esperando desde hacía horas. Un criado lo condujo al interior, pero no hizo falta anunciarlo. Lady Violeta Lancaster ya estaba allí, de pie al final de la escalera, observándolo con los ojos brillantes de una emoción apenas contenida.—Así que es verdad… —susurró ella, descendiendo con gracia, aunque su respiración se agitaba con cada paso—. Al principio pensé que era un rumor absurdo, un eco de mi imaginación, pero aquí estás… Leonard, el príncipe heredero de Theros.Él se irguió, con gesto solemne,