El aire acondicionado zumbaba con monotonía en la oficina de Julián Montero. Sofía observaba cómo las persianas verticales filtraban la luz del atardecer, creando líneas doradas sobre el escritorio de caoba. Había estado allí antes, muchas veces, pero nunca como ese día. Nunca con aquella determinación ardiendo en su pecho.Julián la miraba desde su sillón de cuero negro, con esa sonrisa que ella había aprendido a odiar. Una sonrisa que no llegaba a sus ojos, fríos como el hielo.—Sofía, qué sorpresa tan... inesperada —dijo él, reclinándose con falsa comodidad—. ¿A qué debo el honor?Ella permaneció de pie, rechazando con un gesto la invitación a sentarse. Su bolso, apretado contra su costado, contenía el teléfono con la grabadora activada. Una precaución que Santiago le había sugerido.—Se acabó, Julián —pronunció ella, y su voz sonó más firme de lo que esperaba—. Estoy cansada de tus amenazas, de tus manipulaciones, de vivir con miedo.Julián arqueó una ceja, divertido. Se levantó le
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