El yate se mecía suavemente sobre las aguas cristalinas del océano, reflejando la luz de la luna como un espejo plateado. La brisa marina acariciaba los rostros de Sebastián e Isabella mientras caminaban por la cubierta, tomados de la mano. Tras semanas de planificación, misiones, celebraciones y emociones intensas, por fin tenían un momento para ellos, solos, sin compromisos ni invitados. Isabella se apoyó en el pecho de Sebastián, respirando el aroma a mar y a él, sintiendo que cada latido de su corazón se sincronizaba con el suyo. Sus dedos se entrelazaban con firmeza, como si ese simple gesto pudiera encapsular todos los recuerdos de lo que habían vivido juntos: el peligro, las lágrimas, la esperanza y la felicidad. —Nunca imaginé que esto sería posible —susurró Isabella, con la voz suave y emocionada. —Ni yo —respondió Sebastián, depositando un beso en su frente—. Pero lo logramos. Ahora, solo somos nosotros. En la suite principal del yate, cuidadosamente decorada con velas a
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