El aire denso de la noche caraqueña se pegaba a la piel de Nathaniel Giordano como una segunda camisa empapada de sudor frío. Sus ojos, habitualmente brillantes y llenos de una determinación tranquila, ahora eran dos pozos oscuros, inyectados en sangre por la falta de sueño y la creciente desesperación. Habían pasado casi cinco meses desde que Bianca, su esposa, había desaparecido sin dejar rastro, evaporándose de su propio departamento como una pincelada fugaz.Nathaniel, un hombre de mediana edad con el cabello incipiente en sienes marcadas y una estructura atlética tensa por la angustia, se encontraba sentado en una silla de metal incómoda dentro de la desoladora sala de espera de la División contra Secuestros de la policía. El zumbido fluorescente del techo parecía amplificar el silencio opresivo, interrumpido solo por el tecleo esporádico de algún funcionario en la sala contigua.Finalmente, una puerta se abrió y el detective Inspector Raúl Benítez, un hombre corpulento con una m
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