El sol de California se filtraba implacablemente por las ventanas, obligándome a despertar a pesar del cansancio. La luz mañanera me hizo recordar, con una intensidad vergonzosa, el encuentro de anoche. La sensación del agua fresca, la mirada de Marcello… y la urgencia de huir. ¡Qué estúpida! ¿Huir de mi jefe en calzones?Me levanté de la cama, frotándome los ojos. Ya era lunes, lo que significaba volver a la rutina de llevar a los niños a la escuela y, lo más importante, enfrentar a Marcello en el desayuno. Me puse mi ropa de deporte habitual (unos leggings negros y una camiseta ancha) y bajé a la cocina con la esperanza de que estuviera vacío, o al menos, solo con los niños.Entré al comedor. Y, por supuesto, ahí estaba él, sentado a la mesa con su traje impecable, leyendo un periódico digital en su tableta, tomando su café. Los mellizos, ajenos a la tensión electromagnética que sentía, comían panqueques.—Buenos días, mamá —saludó Noah, con la boca llena de sirope.—Buenos días, Emm
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