Capítulo 2

Keira

¿Vas a soltar ese aparato en algún momento?

Me está costando mucho contenerme. Yo no soy del tipo sumisa lame traseros que obedece sin protestar. Aunque este trabajo me ha hecho enterrar unas cuantas veces la cabeza como avestruz.

Sin duda, el nombre de Sebastian Decker ocupará el puesto uno de los hombres más hostiles que me han contratado.

Mi amiga Jess y yo llevamos una lista negra de los clientes más odiosos que hemos tenido, y el último que ella agregó era tan agrio como el limón, pero este es peor que los ácidos estomacales. Creo que su frente es un ceño fruncido eterno y que no ha sonreído en años, hasta me hace extrañar al “viejo verde mano suelta” de Paul Richmond. Y créanme, la comparación por sí sola es una gran ofensa.

Cuando la limusina se detiene, la máquina Decker opera de manera automática y guarda su aparato tecnológico en el interior de su smoking. Aprieto los labios para contener la risa por la comparación que hice de él con un robot. A veces mi mente me juega bromas muy infantiles.

—Póngase el abrigo, hace frío afuera —ordena el robot Decker con ese mismo tono arrogante que ha usado las pocas veces que se ha dignado a hablarme. Mi cabeza está llena de comentarios sarcásticos, pero tengo que morderme la lengua y asentir. ¿O quizás debería sonreír? ¡Me da igual!

Obediente, no por gusto sino porque no quiero incordiar al cliente, me pongo el abrigo que había colocado a un lado cuando entré al auto. Conforme con mi acción, el alemán gruñón abandona la limusina y me espera en la calzada, como indicó en su breve y escrupulosa explicación. Dejo que sostenga mi mano cuando me deslizo fuera del auto y hasta le ofrezco una leve sonrisa. Su mano se siente cálida, segura y fuerte mientras sostiene la mía, provocando que un cosquilleo placentero se desplace por la piel de mi palma y se traslade con inquietante velocidad hasta un lugar inadecuado. Puede que el hombre sea un imbécil, pero es uno bastante atractivo y eso es algo que no puedo ignorar. 

Decker comienza a caminar y mis piernas, de puro milagrito, le siguen el ritmo. Ahora que avanzo junto a él soy consciente de su altura y complexión; no debe medir más del metro ochenta, es delgado, aunque imagino que debajo de la tela oculta un perfecto juego de músculos. Mantiene una postura erguida y elegante a la vez. Luego de un corto trayecto, ingresamos al lujoso Hotel Plaza, en Manhattan, donde he estado otras veces como acompañante. Y, como cada vez, me siento fascinada ante su hermosa arquitectura renacentista de estilo francés, según comentó Harold McDowell, el segundo millonario que me llevó del brazo hacia el interior. Lo recuerdo muy bien, era amable, atento y muy hablador. Nada parecido al hombre que acompaño esta noche. Al cruzar el elegante lobby, llegamos al salón en el que se celebrará la recepción de los señores Baker. Le entrego mi abrigo al guarda ropas y avanzamos hasta donde se encuentra la anfitriona –quien saluda a Decker con una fingida amabilidad– y nos guía a la mesa que ocuparemos.

Mientras camino, una gran parte de mi pierna derecha queda al descubierto, gracias a la abertura de un metro de largo, que alcanza la mitad de mi muslo. En los hombros, dos tiras gruesas se unen al escote en forma de corazón, drapeado en un nudo cruzado. 

Un hombre de cabello canoso se pone en pie cuando llegamos a la mesa. Decker le estrecha la mano como un saludo y luego me presenta como Keira Morrison, sin entrar en detalles. Pascual Archibald, como dice llamarse, toma mi mano para luego besarla con galantería. A su lado, una mujer mucho más joven que él se pone en pie y es presentada como Cristal Archibald, su esposa. La saludo con una sonrisa mientras en mi cabeza la comparo con la Hiedra Venenosa: vestido verde ceñido al cuerpo, escote revelador, cabello exageradamente rojo y una mirada matadora y sensual que no intenta disimular. Decker la saluda con un asentimiento mientras desliza su palma abierta por mi espalda desnuda, pillándome desprevenida. Un calor inusual se despliega en mi espina y alcanza lugares carentes de atención desde hace muchos años. Me reto duramente por reaccionar de esa manera ante su toque. Él es un cliente, nada más. Y además, en lo que va de la velada, ha demostrado ser tan frío como el invierno.

Sin quitar su mano de mi espalda, me invita a rodear la mesa para ocupar nuestros asientos. La sensación de calor, cada vez más intensa y categórica, confirma que todo es debido a él: al olor exquisito y varonil que exuda su piel, a la forma sutil con la que mueve su dedo pulgar sobre mi espalda, a ese suave susurro ronco que pronunció en mi oído la palabra «relájese». No había notado que mi cuerpo estaba tieso como estatua hasta que lo mencionó.

¿Qué te pasa, Keira? Se trata de un gruñón de m****a controlador que no fue capaz de mirarte por más de diez minutos seguidos.

Me deslizo con suavidad sobre el asiento que él, caballerosamente, apartó para mí. Un poco después, se sienta a mi lado y apoya su mano izquierda sobre la piel desnuda de mi rodilla, como si fuera habitual en nosotros. Regreso a través de sus palabras y no recuerdo que en su discurso mencionara que se comportaría de esa forma conmigo. No esperaba sus manos sobre mí. Sonrío tontamente antes de apartar la mirada, algo en él me inquieta y no me creo tan fuerte como para soportarlo. Decker mueve su dedo pulgar por la piel suave de mi rodilla, provocando que el fuego que arde en mi interior se vuelva voraz y desee ser extinguido por él. Lo miro, porque creo que eso es lo que está pidiendo al tocarme, y descubro que el color de sus ojos es una combinación de gris plomo y verde musgo; que en la comisura de sus ojos hay ligeras arrugas, y que su frente dejó de ser un fruncido eterno. Se ve... relajado. Lentamente, se inclina hacia mí y me dice al oído que recuerde porqué estoy aquí. Asiento con debilidad y le muestro una sonrisa pícara, como si me acabara de decir algo erótico y sensual, y no que me echó en cara el mal trabajo que estoy haciendo como acompañante.

¡Lo estoy arruinando! Y no soy buena en muchas cosas en la vida, pero me jactaba de hacer bien mi papel como Dama de Oro… hasta hoy.

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