CAPÍTULO 4. ¡Esto se va a caer!

Por un segundo aquel hombre se quedó paralizado. ¡Los dos maldit0s pilotos estaban muertos! Y por la forma rígida de sus cuerpos, llevaban más de tres horas así.

Quizás en otro momento, como cualquier ser humano normal, se habría puesto a gritar porque alguien había envenenado a dos personas en aquel avión, pero la realidad era capaz de golpear con más fuerza que cualquier hombre.

Estaban en el aire, a doce mil metros de altura, alguien había envenenado a los pilotos y la única razón por la que no se habían estrellado ya era porque el aparato llevaba puesto el piloto automático. Sin embargo estaba seguro de que eso no los ayudaría por mucho tiempo más.

Cerró los puños sobre los asientos de cada piloto y respiró profundamente hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Era estúpido decir que no estaba asustado, pero si algo había aprendido en la vida, era a no dejar que el miedo lo dominara.

No tenía ni puñetera idea de cómo se podía aterrizar aquello, había pilotado aviones ultraligeros antes, pero era muy muy diferente un avión ejecutivo de aquel tamaño. Ese tablero de mandos tenía más botones y luces que una computadora de los años sesenta.

—¡OK, Diablo! Piensa, piensa… No sabes pilotar esto… ¡Pero sí sabes saltar!

El problema era: ¿¡A DÓNDE!?

Corrió de vuelta a la habitación y sacudió a Sammy con urgencia. para despertarla.

—¡Levántate! ¡Vamos! ¡Levántate! —la apremió y la muchacha se incorporó sobresaltada.

—¿Qué…? ¿¡Qué pasa!? —exclamó viéndolo abrir su bolso y sacar y meter cosas a lo loco.

—¡Levántate, Sammy! —gritó él y ella se lanzó de la cama casi con el corazón en la boca. No entendía lo que estaba pasando, pero definitivamente él se oía muy alterado y eso le puso los nervios de punta—. ¡Vamos, vamos!

La tomó de la mano y la hizo correr hacia la parte delantera del avión.

—¡Siéntate, necesito que me escuches! —le ordenó, pero la realidad era que ni siquiera la miraba.

Sus ojos serpenteaban por los costados del avión hasta que dio con el panel que estaba buscando. Lo golpeó con fuerza y sacó de él dos bolsas medianas de un color amarillo neón.

—¿Qué está pasando…?

Ángel se detuvo frente a ella por un momento. Sabía que se iba a poner a gritar, pero igual tenía que decírselo.

—Los pilotos están muertos —gruñó, pero no recibió la reacción que esperaba.

Sammy lo miró aturdida, como si todavía estuviera soñando, así que la tomó de la mano y la llevó a la cabina para mostrárselo.

Para más desgracia el piloto que él había movido todavía estaba así, en aquella posición antinatural, con la cabeza torcida y los ojos abiertos y vidriosos mirando al techo, y Sammy se dio la vuelta gritando contra el pecho de Ángel.

No tenían tiempo para eso, pero él solo atinó a abrazarla con fuerza y dejar que se desahogara al menos por un minuto.

—¡Escucha… mírame! ¡Mírame Sammy! —le ordenó él sacudiéndola por los hombros antes de que entrara en un episodio de histeria o algo parecido.

—¿Quién… cómo…? —las lágrimas salían de sus ojos sin que pudiera evitarlo—. Están muertos, los…

—Asesinaron, sí… —murmuró Ángel.

—¿Y… y las azafatas?

—No había azafatas con nosotros, Sammy, se suponía que era un vuelo corto y además, ¡de luna de miel…! ¡Debíamos estar cogiendo, no durmiendo! ¡¿Para qué rayos íbamos a querer azafatas?!

—¡Oh Dios! —sollozó la muchacha llevándose las dos manos a la cabeza y echándose el cabello atrás con desesperación—. ¡Ay Dios, nos vamos a morir!

—¡No nos vamos a morir, no digas eso…! —exclamó él con los dientes apretados, pero lo cierto era que todavía estaba pensando qué demonios iba a hacer.

Los ojos de Sammy se clavaron en él, medio perdidos y medio aterrorizados.

—¿Tú sabes…?

—¿Qué? ¿Pilotar esto? No, ni de coña, pero no lo vamos a aterrizar, vamos a saltar.

Ángel la vio abrir y cerrar la boca varias veces sin decir nada y luego aquel cuerpecito pequeño se inclinó hacia un lado y empezó a vomitar con la delicadeza de un camionero borracho.

—¡Eso, tú quédate ahí entretenida! —murmuró antes de regresar a la cabina y alcanzar la radio, pero sin importar cuántas veces gritó «May Day» contra el aparato, no obtuvo ninguna respuesta.

Le quitó el cinturón a uno de los pilotos y lo levantó en peso, sacándolo de la cabina. Hizo lo mismo con el otro y se sentó en uno de los lugares vacíos.

Intentó concentrarse en aquellas pantallas digitales, encontrar los mismos valores que en el panel de los ultraligeros, cuando el avión dio una sacudida y escuchó un grito detrás de él. Sammy llegó corriendo a su lado y Ángel la hizo sentarse en el otro asiento vacío.

—¡Pide…! ¡Pide ayuda! ¡Pide ayuda! —le gritó ella, sacudiendo la manga de su playera y él sujetó su mano.

—¡Ya pedí ayuda, no hay nadie al otro lado! Ni siquiera sé dónde estamos…

La muchacha respiró rápidamente y él lanzó una maldición. De repente algo comenzó a sonar y Ángel pudo ver el letrero de FUEL parpadeando en rojo.

—¡Mierd@, esto se está quedando sin combustible!

Sammy empezó a temblar, y aunque de verdad le aterraba la idea, era preferible a morir, así que sus labios se despegaron con una sola pregunta:

—¿De… de verdad podemos… saltar?

Aquel hombre junto a ella la miró con los dientes apretados y la incertidumbre retratada en el rostro.

—Debimos pasar Hawai hace tres horas… —murmuró—. Estamos en medio del Pacífico Norte. Incluso si saltamos solo hay miles de millas de agua alrededor. La única esperanza que tenemos es esperar a que aparezca tierra en el radar antes de saltar… algún atolón… algún islote…

Y ese no era el único problema, había saltado suficientes veces como para saber que tenían que estar a mucha menos altura para poder hacerlo.

—¿Cuánto pesas? —preguntó y la muchacha parpadeó asustada—. ¿Cuánto pesas, Sammy?

—¡Cincuenta y cuatro kilos! —gritó ella y él salió disparado hacia donde tenía su bolso—. ¡Mira la pantalla del radar, dime si ves tierra!

Sammy clavó los ojos en la pantalla que decía RADAR y sintió que dejaba de respirar por diez agónicos minutos, hasta que en una esquinita de la pantalla verde apareció una sombra café.

—¡Ángel! —gritó desesperada—. ¡Ángeeeeel!

Lo vio llegar en un segundo y mirar aquella pantalla.

—¡Ven, vamos, vamos! —la sacó de la cabina corriendo y la puso delante de una de las puertas de emergencias. En el suelo ya estaban atadas las dos bolsas color neón, la bolsa negra del hombre y además una mochila de un naranja platinado. Pero en vez de ponérsela a ella, lo que le puso fue un arnés que pasó alrededor de su torso y entre sus piernas sin muchos miramientos.

Se ajustó él mismo el paracaídas y le puso cuatro anclajes adicionales.

—Sammy, ¡Sammy, mírame! ¡Esto se va a caer…!

—¡Nooooo!

—¡Sí, se tiene que caer porque no podemos saltar de doce mil metros! ¡Tengo que quitarle el piloto automático! ¡Y esto se tiene que caer! —le gritó—. ¡Tienes que agarrarte! ¡Tienes que agarrarte bien hasta que yo regrese! —La tomó con violencia por la nuca y la hizo mirarlo—. ¡Júrame que te vas a agarrar!

La vio asentir, aterrorizada y la hiso envolver los brazos en una de las barras de seguridad del avión.

Corrió de vuelta a la cabina y vio el estimado, estarían sobre tierra en tres minutos.

—¡M@ldición! —gruñó con el corazón en la boca. Había hecho muchas cosas estúpidas y arriesgadas, porque le encantaban los deportes extremos, pero todo había sido por diversión, jamás había tenido que pelear realmente por salvar su vida como en ese momento—. ¡Que Dios nos ayude! —murmuró desconectando el piloto automático y corriendo hacia Sammy antes de que la nariz del avión iniciara la picada.

Segundos, fueron solo segundos antes de que el avión girara un poco sobre su eje y empezara a caer. Oyó gritar a Sammy, y tendría que escucharla gritar por otros dos minutos. La caída libre los empujaba hacia la parte posterior del avión, pero él consiguió cruzar un brazo a través de la barra mientras atraía a la muchacha hacia él.

Tenía el corazón desbocado, estaba a punto de orinarse encima, pero aquel terror solo le sirvió para moverse más rápido. Aseguró los anclajes del arnés de Sammy a su paracaídas, rezando por poder enroscar más rápido los maldit0s pernos, y la hizo poner las piernas a su alrededor.

—¡Abrázame! —le gritó—. ¡Sammy abrázame!

Y ella obedeció aunque no supiera ni qué estaba haciendo.

El ruido de alerta en la cabina empezó a sonar fuerte y él supo que habían acabado de pasar la barrera de los tres mil metros.

—Cierra los ojos… —murmuró en su oído, porque si aquello salía mal, al menos uno de los dos no tenía que verlo, y Sammy escondió el rostro en su pecho con un sollozo.

Él agarró con fuerza la cuerda con que había atado todos los bolsos, y luego tiró de la palanca de la puerta. Los pernos saltaron y el ruido de la cabina despresurizándose lo invadió todo.

Se echó a la oscuridad, a la oscuridad del mar y de la noche mientras el avión pasaba sobre ellos y seguía cayendo. En cierto punto dejó de escuchar a Sammy gritar y supo que simplemente se había desmayado, por desgracia él no podía darse ese lujo.

El paracaídas estaba programado para treinta segundos, así que rezó para haber saltado a tiempo. Jamás había hecho un tándem, llevando a otra persona; su paracaídas era personal, deportivo, pero estaba personalizado para soportar un peso como el suyo y un poco más. Fueron los treinta segundos más largos de su vida, y se le fueron mientras abrazaba a aquella mujer inconsciente, pero finalmente el paracaídas se desplegó y él la apretó más para soportar el tirón.

No supo si agradecer a Dios o al diablo por la luna que había, porque al menos logró ver que avanzaban hacia el agua. Maniobró lo mejor que pudo, y soltó las cuerdas del paracaídas segundos antes de tocar el agua, porque sabía que caer debajo de él era ahogarse con seguridad.

El mar estaba helado cuando se los tragó, pero pataleó con fuerza hasta alcanzar la superficie y sacó la cabeza de Sammy fuera del agua. La vio abrir la boca, manotear y patalear hasta darse cuenta de que estaban en el agua, vivos todavía.

Ángel tiró de la cuerda que se había amarrado a un pie, y a su lado emergieron dos bolsas. Habían perdido una de las de color neón en la caída, pero la otra estaba intacta. La abrió, y menos de veinte segundos después aquella balsa de emergencias se autoinfló junto a ellos.

Subió a Sammy y luego subió él, acostándose en el fondo, con la respiración entrecortada. Qué bueno que estaba mojado hasta los huesos, porque la realidad era que apenas había caído al agua realmente se había orinado encima.

Miró hacia Sammy, que estaba hecha un ovillo a su lado, sollozando, y tiró de ella para abrazarla.

—Tranquila, princesa, estamos vivos… Estamos vivos…

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo