2. El ruido de mi corazón.

Me estremecí, y no supe si fue por el estruendo de la voz del señor Kahler o por la advertencia que disparaban sus ojos al mirarle. Junto a él, dos hombres de seguridad le acompañaban, permaneciendo alertas a cualquier orden que su jefe les disparara. Sin embargo, fue mi madre quien optó por soltarme.

—Eso es una buena decisión, ahora lárgate de mi casa y espero no tener que aclararte que no quiero que te acerques a ella nunca más. —Amenazó e hizo un gesto para que sus hombres la sacaran del ático.

Después de un instante y de habernos quedado completamente solos, me detalló preocupado, yo bajé la mirada.

—¿Te encuentras bien? —Quiso saber—. ¿Te hizo daño?

Negué con la cabeza.

—Mírame y respóndeme con palabras cuando te hablo, Ariel. —Ordenó.

—Estoy bien, señor Kahler. —Pronuncie levantado la cara para mirarme.

—Máximo. —Dijo—. A partir de ahora puedes decirme Máximo.

Era la primera vez que me decía su nombre.

—Si, señor Kahler… —Aclaré mi garganta—. Digo, Máximo.

—Bien, tomaré una ducha, pídele a Amelia que me lleve un café a mi despacho y lo que tú quieras para acompañarme, tendremos una conversación.

Asentí y me permití observarle mientras subía las escaleras.

El señor Kahler era un hombre de apenas veintinueve años, me lo contó Amelia en una de las tantas pláticas que mantuvimos en la cocina, era muy reservado y de pocas amistades, el resto, ella no tenía autorización para pronunciarlo.

Que misterioso resultaba ser ese hombre.

Subí a la planta de arriba con la intención de dirigirme al despacho, llevaba conmigo una charola con chocolate y café, sin embargo, las luces de su habitación estaban prendidas y la puerta semi abierta. Pude verlo de espaldas hablando por teléfono, llevaba una toalla alrededor de sus caderas y unas pequeñas gotas de agua cubrían su piel.

—Me interesa el negocio, ponte en contacto con los proveedores. —Dijo a través de la llamada mientras se giraba sobre sí mismo.

Casi salpiqué todo cuando descubrí su pecho desnudo y brazos perfectamente trabajados, también una línea muy fina de vello sobre su vientre plano que desaparecía al inicio de la toalla.

—¿Te gusta lo que ves, Ariel? —Preguntó con una sonrisa, luego desapareció a través de las puertas del closet y yo tuve la urgencia de salir corriendo de allí.

Estaba dándole pequeños sorbos a mi taza y admirando la impresionante ciudad cuando Máximo entró al despacho, oliendo a jabón, perfume y con un traje impecablemente planchado.

—Ponte cómoda. —Me indicó la silla frente a su escritorio y yo asentí tomando lugar de inmediato—. Me di cuenta de que no has usado la tarjeta de crédito, ¿puedo saber por qué?

—Sería un gasto innecesario, señor…

—Te he dicho que puedes llamarme Máximo.

Asentí.

—También te he pedido que me respondas con palabras cuando te hablo.

—Lo siento, Máximo.

—Mucho mejor, y por favor, no te preocupes por los gastos —Respondió y me miró por unos eternos segundos—. He arreglado todo para que comiences la universidad en un par de semanas, tienes veintidós años y necesitas prepararte para la vida. Por el momento, tomaras clases de manejo por las mañanas mientras yo estoy en la oficina, almorzaras conmigo y las tardes podrás usarlas para lo que quieras, pero a la hora de la cena te quiero en mi mesa.

Demasiadas ordenes, demasiadas reglas…

—Supongo que no puedo objetar.

—Supones bien. —Respondió y abrió la pantalla de su laptop—. Puedes retirarte.

—¿Así sin más? —Cuestioné, sorprendida y desconcertada al mismo tiempo.

—Así sin más, Ariel.

—Es usted impredecible, señor Kahler… Máximo. —Arreglé al final.

—Y otras cuantas cosas más Ariel, pero tendremos el tiempo suficiente para que las conozcas.  Cierra la puerta al salir, por favor.

. . .

Varias lunas y soles después, ya había comenzado con mis clases de manejo alrededor del perímetro residencial. Flavio, el hombre encargado de guiarme, era serio y prudente, sin embargo, sonreía de vez en vez cuando estábamos a punto de chocar contra un árbol.

En mis tardes libres, ayudaba a Amelia con los quehaceres de la casa, pese a que ella se oponía, siempre conseguía limpiar algún estante o lavar algunos trastos. Ella era una mujer encantadora y humilde, me cuidaba y hablábamos de triviales mientras nos encontrábamos solas en casa.

Siempre almorzaba y cenaba con Máximo, tal y como él lo había estipulado. Cada noche, esperaba que irrumpiera en mi habitación y me tomara como suya, sin embargo, el acto nunca llegaba. ¿Por qué no lo haría? Me lo cuestioné un par de veces, no era que quisiera que fuera así, pero ese era el motivo por el que había pagado por mí. ¿Estaba equivocada?

Él era muy reservado y cuando se lo proponía bastante sarcástico. Me asustaba no conocer lo que la expresión en su rostro mostraba cuando me observaba. Aquella mañana, después de coger el teléfono, histérico y escupiendo palabrotas, salió del ático sin despedirse. No era que tuviéramos mucha comunicación, pero cuando lo hacíamos, me agradaba el hombre tan relajado que era.

Había vivido toda su vida en Melbourne, cuando decidió independizarse, compró un par de propiedades en la actual Sídney. De su familia, conocía absolutamente nada, una vez que tocamos el tema, pude sentir la tensión que produjo su cuerpo en rechazo.

Un sol radiante iluminaba Sídney aquella tarde. Estaba a punto de salir del ático, cuando vi como el elevador abrió sus puertas.

Un joven considerablemente atractivo de al menos mi edad, tal vez un poco más, apareció a través de ellas. Tenía los ojos azules, tanto como los míos. Ellos me escudriñaron inquieto y sorpresivo.

—Así que eres tú. —Se escuchaba alucinado y esperanzado.

Las hebras negras de su cabello caían desordenadamente por su frente y unas gotas de sudor, se paseaban por ella también.

Me mantuve en silencio, incomoda por la forma en como su rostro lucía totalmente sorprendido con mi presencia.

—Lo siento, soy un completo mal educado. Soy Daniel. Daniel Kahler—. Era familiar de Máximo, sin embargo, no se parecían en lo absoluto. Me tendió su mano y yo dude en tomarla, no obstante, lo hice cortésmente—. ¿No vas a decirme cómo te llamas?

Mordí el interior de mi mejilla y solté su mano

Asintió con una suave sonrisa y observó su reloj.

—Asumo que mi hermano no está. ¿Se encuentra Amelia?

—Joven Daniel. —Amelia apareció de pronto desde la cocina

—Lamento no poder acompañarte, pero voy de salida. —Dije, dirigiéndome hacia el elevador.

— ¡Espera! —Me detuve, girándome en su dirección y con el entrecejo fruncido lo observé—. Fue un gusto, Ariel.

Me erizó la piel.

Yo no le había dicho mi nombre.

— ¿Cómo sabes mi nombre? —Cuestioné.

—Escuché a Máximo pronunciarlo hace unos días. —Respondió nervioso, no estaba siendo del todo sincero.

Tragué saliva y me vi en la necesidad de asentir y salir corriendo de allí. No me gustaba para nada la forma en cómo me miraba. No era maliciosa, era más bien una mirada cercana y compasiva, pero apenas y habíamos cruzado unas cuantas palabras para sentirlo tan cercano observándome de aquella manera.

Salí del ático casi jadeando. La brisa que ofrecía Sídney me acaricio la espalda y mis extremidades. Deambulé por la ciudad, recorriendo las calles en medio de impresionantes edificios y gente totalmente opuesta a mí, me encontraba en una de las mejores zonas de la ciudad.

Una taza de café y un par de horas después, me vi en la obligación de regresar al ático antes de la cena. La sensación extraña de que alguien me observaba me hizo girar por encima de mis hombros, tal vez dos veces en el transcurso.

Me sorprendió que la noche cayera tan rápido y para esta hora, Máximo ya estaría en casa, no pude evitar sentirme nerviosa ante el recuerdo de sus palabras: "A la hora de la cena, te quiero en mi mesa", apresuré mi paso, pero en el acto, tropecé con el torso de alguien grande y musculado.

Los ojos de Benjamín se clavaron en los míos y me cortó la respiración, provocando que todo mi cuerpo temblara en reacción. El nudo que se hizo en mi garganta, lo envié directamente a la boca de mi estómago, y un instante después, sentía que estaba perdiendo la fuerza y el control de mí misma.

—Hola, Dulzura. —La amenaza que se escuchaba en su voz, me hizo retroceder.

Nunca podría olvidarme de su rostro, con dieciocho años mi madre me ofreció a ese hombre por una noche a cambio de unos cuantos billetes, alcohol y cigarros. Aborrecí el recuerdo inmediatamente. Cada escena, cada tacto, cada embestida se reprodujeron en ese instante y por un segundo, creí que iba a devolver el estómago.

—No te acerques. —Temblé—. No te acerques o juro por Dios que voy a gritar.

Levantó sus manos al aire, en compañía de una sonrisa maliciosa que adoraba su mandíbula.

Aproveché la euforia con la que mi cuerpo reaccionó y me largué a correr. Sentía que me faltaba el aire, sin embargo, no me detuve hasta llegar a las grandes puertas de cristales del edificio.

Una vez que estuve en el elevador, las lágrimas no tardaron en llegar y cuando llegué al último piso, me obligué a eliminarlas cuando las puertas se abrieron.

—Creí haberte advertido que te quería en mi mesa a la hora de la cena. —Fue la voz molesta de Máximo lo que escuché cuando me vi atravesando el vestíbulo.

—Lo siento, no volverá a ocurrir. —Me las arreglé para escucharme serena, fallé en el intento.

Traté de avanzar en medio de la estancia y pasar desapercibida. Pero su mano se envolvió alrededor de mi brazo y me giró hacia él, encarándolo.

La expresión enojada que emanaba de su rostro se convirtió de un momento a otro en una preocupada y alertada. Su agarre se suavizó.

— ¿Qué sucede? ¿Estuviste llorando?

—Yo... —Hipé, tratando de articular las palabras que se rompían en mi garganta.

— ¡Habla, Ariel!

El corazón me latió con rapidez, ante la brusquedad con la que hablaba y me zafé duramente de su agarre, observando como las lágrimas nublaban la vista que tenia de él.

—No me sucede nada. —Respondí limpiando las lágrimas con el dorso de mi mano.

Me alejé unos cuantos pasos y sentí otra vez como su agarre me hacía prisionera y me empujaba hacia él.

—Nadie llora por nada, vas a decirme ahora mismo que te sucede. —Escupió tajante. Ahí había vuelto el hombre serio y desalmado que dejaba mostrar en su expresión cuando las cosas no se hacían a su antojo.

—Lamento decirle que de lo único que no es dueño, es de mis sentimientos, señor Kahler. —Enfaticé su apellido en mi lengua y casi corrí hacia la planta de arriba.

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