Jefe Nuevo

—Bip, bip, bip, bip, bip.

Un sonido horrendo y desesperante me saca de las profundidades de mi sueño.  Me despierto sobresaltada y con calor, mucho calor. Por lo visto, el aire acondicionado ha dejado de funcionar en algún punto de la noche, y la habitación está sumergida en oscuridad y una temperatura cálida, haciendo que mi bata esté húmeda pegada a mi cuerpo. Me siento muy incómoda así que me pongo de pie con prisa, y voy al baño darme una ducha para alistarme para ir al trabajo. Hoy es viernes y se supone que el señor Navarro va a presentar a su reemplazo, lo que me intriga bastante, porque para el puesto hay varias candidatos y eso me afecta directamente.

Me levanto de la cama y al instante, una jaqueca horrible me visita de repente. Sólo a mí se me ocurre tomarme una botella completa de vino, con un grado de alcohol tan alto y encima, la noche antes a mi ascenso.

No le doy más vueltas y corro a la ducha. Me lavo el cabello a toda prisa. Como me lo corté hace poco y lo tengo al a altura de los hombros, secarlo será bastante fácil. Salgo de la ducha y me lavo los dientes y la cara aún con el dolor de cabeza. Una vez he terminado, me envuelvo en una enorme toalla blanca y salgo del baño en dirección a la cocina, en busca de dos aspirinas para mitigar el dolor.

Entre los gabinetes de la cocina no encuentro nada, para mi mala suerte. Regreso al baño, sin encontrar ninguna y el dolor no hace más que aumentar, lo que me pone de mal humor. Al ver el reloj, veo que faltan veinte minutos para las nueve y se supone que debo estar a tiempo en la oficina debido a que el anuncio de la retirada de mi jefe será a primera hora. No pierdo más tiempo y corro a prepararme, con los latidos pulsantes en mi sien.

—Bien hecho, Olivia. Vas a llegar con resaca y tarde el día que te harán co-corporativa y encima, que conocerás a tu jefe nuevo.

Agobiada y adolorida, busco entre mi closet algo para ponerme. No sé en qué demonios estaba pensando, porque se supone que anoche debí de dejar mi atuendo listo para no tener que hacerlo el día de hoy, sin embargo, la visita de mi nuevo vecino me descolocó totalmente y terminé tomando el resto del vino, quedando noqueada en el sofá de la sala, tanto así que no sé ni cómo llegué a mi habitación.

No le doy más vueltas al asunto. Pido un Uber para ganar tiempo. Me sale mucho más caro que irme en autobús, pero es el precio por mi despiste. La aplicación me dice que llegará en siete minutos, así que tengo ese tiempo para vestirme y bajar al primer piso. Del armario, saco unos pantalones de tela fina grises. Me encanta ese color porque es versátil y más liviano que el negro. Me quedan un poco ajustados porque subí un par de libras luego de comprarlo, pero supongo que servirán. Saco una blusa manga corta color azul celeste y lo combino con zapatos de tacón negro. Me siento algo incómoda porque no suelo usar ropa tan ceñida a mi cuerpo, pero es el resultado de no haber lavado la ropa cuando me tocaba: uno se queda sin opciones.

Luego de ponerme el anti-transpirante, cosa que no puedo olvidar porque con este calor y humedad es de vida o muerte y mucho menos yo, que sudo en exceso cuando estoy nerviosa, especialmente hoy, me quedan dos minutos para bajar al vestíbulo y diez para llegar a la oficina. Sin café, con dolor de cabeza y sin nada en el estómago, tomo mi bolso negro, que me va perfecto con mis tacones negros, corro escaleras abajo, para llegar justo a tiempo cuando el conductor me envía la notificación de que está aquí.

—Señorita Báez, qué guapa está usted esta mañana — el señor González, el guardián del edificio me saluda con un silbido cuando me ve salir por la pequeña puerta de los peatones.

—Gracias, Gonza, a tus ojos siempre lo estoy — le sonrío con cariño y bajo los tres escalones de la entrada para subirme al Toyota corolla negro que aguarda por mí en el frente.

—Buenos días, señorita — un guapo moreno me saluda y le respondo de la misma manera.

Generalmente me habría dedicado a platicar con el muchacho como suelo hacer cada vez que conozco a alguien. Me encanta socializar y hacer amigos, pero en esta ocasión, no tengo tiempo ni ganas. En mi bolso llevo todo lo que necesito, así que saco mi bolsa con el maquillaje. Aplico corrector debajo de las ojeras de anoche, un poco de base, sombra clara para los ojos y me delineo las cejas sutilmente. Termino todo con un poco de polvo compacto y un labial rojo escarlata. El reflejo en el diminuto espejo de mano me parece muy decente. Mi pelo se ha secado con la brisa y el calor, así que lo recojo en un moño flojo y lo adorno con una pinza de piedrecitas para el pelo.

Me gusta lo que veo, aunque de todos modos, no tengo tiempo para más, porque a las nueve y un minuto, el chofer me deja en frente de la oficina.

—Gracias, ten un buen día — le grito corriendo hacia la puerta giratoria del edificio.

Como tengo mi tarjeta de crédito registrada en la aplicación, no hace falta pagarle en efectivo. Alcanzo a llegar al ascensor justo antes de marcharse y respiro aliviada por haber llegado a tiempo.

—Buenos días — murmullo al grupo de empleados que ya está dentro.

Una respuesta a coro me hace sonreír. Generalmente nadie suele saludar aquí, pero para mí es un tanto frío y descortés, por eso, sin importarme lo afanada que pueda estar, siempre procuro hacerlo. El camino hasta el piso doce se me hace eterno, prácticamente en cada piso hay una parada, porque esta es la hora de entrada de todo el mundo. Cuando llego finalmente a mi lugar de trabajo, respiro aliviada y corro hacia mi cubículo.

Sin sentarme todavía en mi silla, el teléfono de mi escritorio suena dos veces. Viene de la línea de la oficina de mi jefe y me apresuro en contestar.

—Buenos días, señor Navarro.

—Olivia, buenos días. ¿Lista para la reunión? — me pregunta con una alegría especialmente.

—Sí, señor. Muy lista — le respondo, a pesar que el dolor de cabeza permanece y mi estómago se revuelve, protestando por desayuno.

—Muy bien. Te veo en la sala de juntas, todos los demás deben estar allá.

—De acuerdo, señor.

Le cuelgo y tomo mi tableta para tomar apuntes. Las manos me sudan, pero no le doy más vueltas. Hoy es el gran día. Cuando llego al lugar de la reunión, me siento el corazón latir de manera irregular.

Vamos, Oli, tú puedes. Hasta puedo escuchar la voz de mi madre animándome como cuando era pequeña. Suspiro y entro, donde, las doce personas que conforman la directiva de la compañía, aguardan para que inicie la reunión. Tomo asiento en mi lugar de siempre, sin interrumpir las dispersas conversaciones que se escuchan en toda la sala. Me entretengo en la tableta, revisando mi correo. Cuando el señor Navarro entra, todos guardan silencio. Para variar, está sonriendo, cosa que se ha convertido en su característica inicial, pero no me fijo en él. Mi sorpresa es mayúscula cuando me fijo al joven que está junto a él: es mi vecino nuevo, el que me pidió la clave de wifi anoche y al que, si mal no recuerdo, me le insinué.

Mi boca se queda abierta por el asombro, pero lo peor es cuando escucho las palabras de mi jefe, que me dejan pasmada:

—Buenos días, damas y caballeros. Este es mi hijo, Andrés Navarro, él ocupará mi lugar a partir de hoy.

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