Prefacio II:

El viento sacudía mis cabellos de forma majestuosa, la brisa acariciaba mi rostro llenándola con los suaves olores del campo que se extendía a la vista, un hermoso lugar que recordaba bien, a pesar de hacer tanto tiempo que no lo visitaba. Sentía euforia, protección, felicidad, mientras esa mujer me rodeaba con sus brazos, llevando las riendas de su caballo favorito. Y el tiempo… el tiempo se movía de forma distinta, como si la realidad fuese un manto que alterar a su antojo.

El cielo aventuraba tormenta, pero estaba lejos de encontrarme asustado, pues sabía que ella jamás dejaría que nada malo me sucediese. Era su hijo, al que adoraba, que, con tan sólo 4 años de edad, ya adoraba el mundo de los caballos tanto como lo hacía ella.

La inconsciencia dejó pasó a un marco distinto, un largo pasillo en la más plena oscuridad de una mansión vacía, en el silencio de la noche, recorriéndolos asustado, como si realmente una parte de mí supiese lo que iba a acontecer a continuación. La seguía por allá por dónde ella corría, como si realmente pudiese ver su silueta, más sólo había oscuridad.

Inquietud, ansiedad, miedo, era lo que albergaba en mi pequeño corazón, mientras arrastraba al señor Pompas (mi osito de peluche favorito) por el suelo, y sentía mi corazón palpitar, siguiendo los pasos de aquella que pronto me abandonaría y se marcharía de mi lado para siempre.

Gritos provenientes de una fuerte discusión en el despacho, frases que apenas podía oír repitiéndose en eco, obligándome a detenerme en seco, me agaché y me sujeté a mis rodillas, apretando los ojos frustrado, pues odiaba cuando mis padres discutían sobre mi persona. Taponé mis oídos y recé con todas mis fuerzas para que cesasen, aun sabiendo que no lo harían.

Un desagradable sonido se instaló en la escena, obligándome a abrir los ojos y mirar a mi alrededor. Sólo había oscuridad, pero ese sonido era particularmente conocido, y eso me hacía alejarme de las profundidades de aquella pesadilla.

Desperté en mi habitación, en aquella mañana de domingo, después de una noche bien ajetreada, y así lo mostraba las dos mujeres a las que ni siquiera conocía que se hallaban desnudas y dormidas en mi cama, a ambos lados de mí. Aparté el brazo de la de la izquierda y me puse en pie, dando un leve vistazo a la habitación. Sin lugar a dudas, la noche anterior se me fue bastante de las manos. Consumir droga y la compañía de mujeres, ya ni siquiera llenaba ese vacío que aún sentía dentro de mí.

Apreté los dientes, molesto, tragando aquella desagradable sensación, alargando la mano para coger el teléfono que no dejaba de sonar, y me aclaré la garganta antes de contestar.

– ¿Dónde coño estabas? – inquiría Paul al otro lado de la línea – Tengo a los soviéticos impacientes, joder.

– Ese no es mi problema – contesté, sin ganas de hablar con ese capullo.

– ¿Cómo qué no es tu problema? El cargamento llegó hace media hora – insistió. Me toqué el tabique nasal, tenía ganas de mandarlos a todos a la m****a, ni siquiera sabía en qué cojones había estado pensando para meterme en el tráfico de armas.

– ¡Ah, sí! Como de costumbre intentaba llenar un vacío que no se saciaba con nada. Pero eso no era algo que iba a reconocer, estaba aún en la fase negación y pasaría bastante hasta entonces.

– ¿Y a qué coño esperas para hacerme la transferencia? – le escuché resoplar al otro lado, pero me conocía bien, no era un tío que se andase con rodeos – El trato está cerrado, si tienes problemas con la mercancía habla directamente con el proveedor, yo sólo soy un puto intermediario – colgué sin esperar respuesta por su parte, dejé el teléfono en el mismo lugar y me di un paseo por mi lujosa mansión.

Las jeringuillas de la heroína estaban por todas partes, restos de coca en los muebles, las prendas que nos quitamos la noche anterior desperdigadas por el lugar, botellas de alcohol por el suelo… un verdadero desastre. Sólo agradecía que a Daisy le tocase limpiar esa mañana, pues sería un verdadero caos si tenía que hacerlo yo mismo.

Bajé las escaleras hacia la parte de abajo, aquella zona de la casa no estaba mejor, pero la ignoré por completo, incluso la llegada de la limpiadora que se escandalizó al verme desnudo, y me tiré a la piscina climatizada. Hice un par de largos, dejando esa pesadilla que aún me angustiaba en el mismo lugar en el que había encerrado todos mis recuerdos con ella, y me preparé para enfrentar un nuevo día.

Me iba bien, no podía quejarme, tenía dinero, mujeres, un buen estatus, un cuerpo de escándalo y adoraba meterme en líos de los que solía salir airoso: Contrabando de armas militares, mercenario y en ocasiones aceptada alguna que otra misión para defender a mi país en territorio hostil.

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