- La Rinconada de la Sierra, España, 1909

Arsendina Francisco miró por la ventana de la habitación que le servía de aula y vivienda;  y atisbó la lejanía. Una majada de cabras flacas  bajaba desde la sierra guiada por un pastor no menos flaco. La comarca estaba cada vez más pobre.

Aprovechando la  implacable luz del atardecer serrano, sentada en uno de los pupitres que habían usado sus alumnos por la mañana, Arsendina se dispuso a leer la carta.

Era una de las pocas personas de la aldea que sabía leer y escribir. De modo que estaba acostumbrada a que las vecinas llamaran a su puerta con papeles en las manos, ansiosas por que les leyera las cartas que les enviaban sus maridos emigrados. Arsendina podía percibir la ansiedad pintada en el rostro de esas mujeres, la angustia por recibir noticias de quienes habían partido uno o dos años antes en busca de un porvenir mejor que el que les deparaban esas áridas serranías. Le había tocado brincar de alegría con la que  recibía la nueva de que el compañero estaba bien instalado y prosperando; y que la aguardaba del otro lado del Atlántico en el nuevo hogar que le había construido, y le había tocado contener el llanto de aquella a la que unas líneas impersonales garabateadas por algún funcionario encargado de enfermedades o naufragios la declaraba viuda.

Ahora le tocaba a ella. Y no había nadie que la contuviera. Por eso había esperado que sus dos hijas, las pequeñas Irma y Beatriz, estuvieran fuera: para que no fueran testigos de ninguna explosión de llanto, y estar entera  y compuesta si tenía que darles una mala noticia.

Arsendina había cumplido los treinta años el verano pasado  y era una de las mujeres más respetadas de la comarca, además de las más bellas. No sólo  cumplía funciones de maestra, sino también de enfermera, partera y –en ocasiones, aunque eso jamás se decía en voz alta-  abortera. Es que en esas serranías olvidadas de Dios y del gobierno, encajadas en un rincón entre España y Portugal, rara vez recalaba un médico o  un maestro titulado. El cura era lo más parecido a una autoridad administrativa que existía. Y era, además, el tío de Arsendina, que había tenido que vivir con él desde una muy temprana edad, cuando una de las pestes que diezmaban periódicamente a la población campesina se llevó a sus padres.

No hay mal que por bien no venga. La prematura orfandad de Arsendina la llevó a tener una educación más esmerada que las otras niñas de la aldea. Mientras  ellas estaban cuidando el ganado de su familia, lavando la ropa en el río y cociendo panes, Arsendina estaba tomando lecciones de aritmética, gramática, geometría e historia sagrada a cargo de su tío, el padre Manolo, en el salón parroquial.

La niña demostraba poseer una despierta inteligencia y una capacidad de aprendizaje poco común. Además, era muy gentil y cariñosa. De manera que, muy pronto, las aldeanas empezaron a mandarle a sus hijos para que le enseñara a leer y a escribir. El padre Manolo, entonces, le cedió el salón contiguo a la parroquia para que improvisara en él una modesta escuelita.  Allí Arsendina enseñaba el catecismo y las primeras letras, pero también despiojaba cabezas, quitaba espinas enterradas, restañaba raspones en las rodillas y servía tisanas para bajar la fiebre.

El padre Manolo estaba satisfecho, pero al mismo tiempo lamentaba que Arsendina no fuera varón para poder destinarla al seminario donde había estudiado él. Era consciente de que –a medida que la muchacha creciera- le iba a ser cada vez más difícil mantenerla en su casa. Solamente había dos caminos posibles para las mujeres en esa región: el matrimonio o el convento. Y Manolo  sabía que no podía casar a su bella y culta sobrina con ninguno de esos toscos aldeanos, pero le daba mucha pena confinarla en un claustro.

La solución se la dieron las monjas del convento de un pueblo cercano, que tenían un problema simétrico y opuesto al suyo. El problema se llamaba  Esteban del Carmen.

Esteban había sido abandonado con pocos días de vida en el torno del convento, el día después de Navidad. En la canasta con mantas donde lo dejaron, no había ninguna nota explicativa ni ningún otro indicio que pudiera dar cuenta de su origen o filiación.  Así que las monjas le dieron como nombre el del santo del día: 26 de diciembre, San Esteban, Mártir; y como apellido, el nombre del convento: Nuestra Señora del Carmen.

 Esteban creció con las monjas, educado por ellas y ayudándolas en sus labores. Les hacía de jardinero, asistente y recadero. Una vez por semana, bajaba al pueblo a vender los dulces y confituras que ellas preparaban y a comprar provisiones. En el pueblo corrían diferentes versiones acerca de su origen. Sus labios gruesos, sus ojos oscuros  y su poblado entrecejo  hacían que muchos conjeturaran que era hijo de moros o gitanos. Otros, más pícaros, sostenían que era el fruto de una relación clandestina entre una de las monjas y el confesor.

Cuando su estatura le permitió recoger los albaricoques del huerto sin usar escalera y sus mejillas se cubrieron de un vello ralo y negro, algunas monjas empezaron a sentirse incómodas. Y cuando la hermana lavandera se empezó a negar a lavar las sábanas del muchacho, la abadesa decidió que había que tomar una decisión drástica. Le escribió a su primo, cura en el pueblo vecino,  diciéndole  que le encomendaba al portador de la presente, Esteban del Carmen, para que lo acogiera en su casa como a un hijo y le sirviera de sacristán y ayudante de misa.

 El padre Manolo terminó de leer la carta de su prima y se rascó la cabeza con ademán reflexivo. El visitante aguardaba de pie. Entonces llamó a Arsendina, le presentó al recién llegado como el nuevo sacristán de la iglesia y le anunció que sería su esposo. Un hombre y una mujer, no pueden vivir juntos bajo el mismo techo si no tienen lazos de sangre o están unidos en santo matrimonio, les explicó. Otra cosa es tentar al diablo.

Los dos jóvenes se miraron y les pareció bien. Él era un hombre fuerte, apto para proveer a una familia en ese medio rural y ella una mujer sana, apta para tener hijos y gobernar una casa. Con eso bastaba No conocían el amor romántico ni siquiera por el cine, invento que aún no había llegado a esos parajes recónditos.

El propio cura ofició la boda unos días después, con el matrimonio más viejo de la aldea como testigos. Como regalo, les cedió el salón donde Arsendina daba clases y otra habitación más como vivienda, y otros aldeanos les trajeron gallinas y una cabra.

Los esposos vivieron en relativa armonía y sin mayores desavenencias. Se sospecha que el matrimonio tardó en consumarse, porque sólo unos años después del mismo nació Irma; y un poco más tarde, Beatriz.

 Pocos episodios turbaron el monótono devenir de los días de la familia en esa aldea serrana. La muerte del padre Manolo fue uno de ellos. La muerte prematura del tercer hijo de la pareja, a pocos días de nacido, otro. Las sequías y las epidemias que periódicamente azotaban la región, ya estaban incorporadas al ritmo habitual de la vida.

Nunca se supo bien cuál fue el primero en irse. Pero de a poco, los habitantes de la aldea empezaron a emigrar.

Entre los que quedaban corrían anécdotas fabulosas y contradictorias, que supuestamente se conocían por cartas de los parientes emigrados. Algunos hablaban de riquezas fabulosas del otro lado del Atlántico, de una tierra de abundancia y riquezas fáciles. Otros contaban historias truculentas de masacres, ataques de bandidos y salvajes bebedores de sangre.

Hasta que un día, Esteban del Carmen le dijo a su mujer que él también se marchaba. Qué eso ya no era vida. Que no quería perder otro hijo, y que quería labrar un porvenir mejor para Irma y Beatriz.

“¿Qué va a ser de ellas aquí, mujer?. Esto está está cada vez, más pobre. Me voy con los compadres Mansilla y Carreira. Nos vamos por La Coruña. Cuando esté establecido en América, mandaré por vosotras. Seremos ricos, ya verás”.

Arsendina era una mujer práctica. No compartía el optimismo de su esposo, pero sabía que oponerse a la aventura sería en vano. Así que fue a prepararle el hato para el viaje; y el día de la partida, lo despidió Apretando firmemente las manos de sus hijas, haciendo fuerza para no llorar frente a ellas, vio como Esteban se despedía agitando el sombrero, a bordo del coche que se alejaba con rumbo a la ciudad.

No tuvo noticias hasta después de un año, cuando recibió esa carta.

Mi querida Arsendina:

Espero que os encontréis, las niñas y tú, en buen estado de salud. Este tiempo alejado de vosotras ha sido duro. La travesía por mar, gracias a Dios, fue tranquila y sin sobresaltos. Llegamos a Buenos Aires en el tiempo previsto.

Una vez aquí, nos registramos en la oficina del puerto y nos alojamos en el Hotel de Inmigrantes. Empezamos a buscar trabajo. El compadre Mansilla encontró como mozo en una fonda, y el compadre Carreira, como dependiente en una tienda. Yo podría haber entrado a trabajar también, pero seguí esperando la oportunidad de algo más grande, que me permitiera traeros pronto a mi lado

La quinta vez que vine a la oficina a averiguar, me crucé con un hombre que me miró de arriba abajo. Me pidió que me quitase la chaqueta y que hiciese fuerza, y me palpó los músculos de los brazos. Me dijo que yo era fuerte, y que tenía condiciones para trabajar en las canteras. Cuando escuché la paga ¡Ostias! Era tres veces lo que ganaban mis compadres. Le dije que ya quería empezar, que adónde íbamos. Se rio y me dijo que quedaba lejos para ir ahora. Que lo esperara mañana en ese mismo lugar.

Como te imaginarás, al otro día estaba allí plantado como un solo hombre. En realidad, había también otros mozos, como cuarenta o cincuenta. Había españoles como nosotros, pero también italianos, rusos, polacos y de otros lugares con idiomas raros. Vino el hombre. y nos hizo subir a todos a un carro. De ahí nos llevo hasta la estación y abordamos un tren. Recién entonces se me ocurrió de preguntar adónde íbamos y alguien me dijo que a Tandil.

Pregunté donde quedaba ese lugar, y me dijeron que muchas leguas más al sur.

Otro español me dijo que había escuchado que el nombre de ese lugar significa “la piedra que late” en el idioma de los indios de esa comarca, porque allí hay una roca gigante, con forma de corazón que se mueve. Supuse que me estaban queriendo hacer el chusco, y no pregunté más nada.

El viaje se hizo tan largo que pensé que me estaban llevando a otro país. Es que la Argentina es endiabladamente grande, mujer. Ni te imaginas: viajamos durante todo el día. Y todavía me dicen que sigue leguas y leguas más al sur, hasta uno páramos donde siempre hay nieve; y también se puede ir leguas y leguas al norte hasta lugares donde hay palmeras y hace más calor que en África. Es de no creer.

Finalmente, llegamos, y que te cuento, mujer, que lo de la piedra no era mentira. Parece cosa de brujería: es una piedra gigante, grande como una iglesia, en la cima de un cerro, apoyada apenitas en la punta, que se mueve y que nunca se cae. Los muchachos juntaron botellas y las pusieron debajo y mira aquí que la piedra las hizo polvo… y me dijeron que siempre estuvo así, miles de años ha que se hamaca sin caerse.

Aquí cerca de la piedra movediza, es donde nos han dado el trabajo. Tenemos que picar piedra para hacer adoquines para las calles. El trabajo es duro, pero ya me acostumbré. Al principio no me salían más de un puñado de adoquines por día, ahora ya los hago como quien sopla y hace botellas.

Aquí mismo tenemos unas casitas muy cómodas,  una fonda donde podemos comer y comprar vituallas. El patrón parece un buen hombre, y nos trata bien, pero hay unos que siempre se quejan. Dicen que son anarquistas o comunistas. Creo que son de esos, que decía tu tío Manolo, que no creen en Dios y que se visten de rojo. Son un poco pesados, pero no parecen mala gente, y aquí muchos les quieren porque dicen que antes de que ellos llegaran los patrones les trataban mal, no les pagaban con plata de verdad sino con una que solo servía aquí adentro, y que trabajaban todos los días; y que ahora, por algo que hicieron estos rojos, parece que los patrones les tomaron miedo y por eso nos dan moneda buena y nos dejan descansar los domingos. Sí, tenemos todo el domingo para hacer lo que queramos, y nos pagan igual. Algunos se van para el pueblo, pero yo casi siempre prefiero quedarme aquí. Nos divertimos. Jugamos a ver quién puede subir al cerro cargando más peso. Yo una vez gané, cuando los más cojonudos se habían ido al pueblo. Me premiaron con un cajón de cerveza, que terminé compartiendo con los otros chavales. Tú ya sabes que no bebo mucho.

Bien, te escribo estas líneas para darte razón, decirte cuanto te añoro a ti y a las niñas y expresarte el deseo de reunirme bien pronto con vosotras. Con el dinero que reuní, ya dejé pagos tres pasajes de ida en el buque  “La Candelaria”, que sale de Oporto. Cuando recibas la presente, si mis cálculos no me fallan estará al partir. Así que arregla los asuntos y parte sin demora.

Te ama tu esposo

                                                     Esteban.

- ¡Niñas! - llamó Arsendina plegando las cuartillas - ¡Niñas, venid, ya!

Las pequeñas Irma y Beatriz, de siete y seis años, penetraron en el recinto.

- ¡ A juntar sus cosas, niñas! Nos vamos de viaje.

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