Capítulo 3

James

—Ve abajo —le digo a Milo—. Detenles lo más que puedas 

No puedo creer lo que haré, pero verla con esas enormes lágrimas rodando como ríos y aferrándose a su hija, es alarmante. No tenía que haber venido esta noche. Esta ni ninguna de las anteriores.

Miranda me mira preocupada, esperando a que diga algo, a que le grite quizás, y estoy a punto de echarme para atrás, pero sé que no debo. No, a menos que sea ese idiota despiadado como aseguran mis amigos que soy. Camino de un lado a otro haciendo tronar las articulaciones de mis dedos, intentado idear algo que me ayude a sacarla de este problema. No quiero dejarla así; le podrían quitar a sus hijos, de eso no hay duda.

Nunca me imaginé que una niña como ella podría tener una responsabilidad tan grande como esta. Por Dios. Es una adolescente que ya tiene una vida dura.

—Miranda. Quítate el delantal y limpia tus lágrimas. Actúa con normalidad y sígueme la corriente.

Voy al asqueroso y polvoso escritorio, lo pienso antes de sacar mi pañuelo para limpiarlo y sentarme a buscar unos papeles cualesquiera, la miro de reojo y veo como acuesta a la niña antes de quitarse el delantal. Espero que los policías no tengan muy en cuenta su ropa, mucho menos que la comparen con la mía, o no nos creerán.

Vuelvo a mirarla cuando un peculiar y extraño olor invade la habitación, mi estómago se revuelve, tapo mi nariz y contengo las ganas de vomitar; es como si hubieran revuelto el río Hudson y con todas las cañerías. Ella ríe al verme y no puedo creer que algo tan fétido salga de esa cosita tan pequeña y bonita. La bebé se remueve y me levanto para abrir la puerta, porque si me quedo quieto me asfixiaré. Miranda parece estar acostumbrada a eso, y su humor cambia al ver mi complicado estado.

Un golpe a la puerta la sobresalta y la poca animosidad que tenía se va. No me siento más relajado que ella con esto. Espero no ir a la cárcel por esa mujer de ojos violetas.

—Cálmate —le exijo al ver que no sabe cómo actuar. Toma a la niña en sus brazos como si eso la calmara y voy hacia la puerta.  Me detengo al ver que desconozco un pequeño detalle—. ¿Cómo se llaman?

—Dylan e Isis —contesta con afán y espera.

Sonrío un poco al escuchar esos nombres. Un cantante prodigioso y una hermosa diosa.

Tomo una respiración profunda y abro la puerta.

—Necesitamos entrar a revisar —dice el oficial al verme, sin presentar su identificación, levanta su cara un poco para verme a los ojos, como si intentara intimidarme con su placa y uniforme.

Detrás de él está una mujer, oficial de policía también, pero ella se ve más amable, por no decir coqueta. Su compañero rueda los ojos e intenta forzar su entrada a la oficina. Simplemente necesito darle algo de tiempo a Miranda para que se relaje y no arruine esto más de lo que ya ha hecho.

—Su identificación —pido y el hombre me mira como si no creyera en mis palabras.

Gruñe, saca su identificación y su placa, ambos la enseñan y leo sus nombres, Lucia Ortega y Charles Whitman. El hombre vuelve a insistir y espero no estar empeorando la situación. ¿Qué peor cosa puede haber que le quiten a sus hijos?

Sólo sé que no puedo dejarla sola en este problema tan grave y complicado.

—Mi mujer ha tenido que subir para cambiar a nuestros hijos, no podía dejarla sola en el auto.

Miranda me mira, parece asombrada, o más bien asustada por mis palabras, pero no creo que haya una mejor manera de manejar esto. Sus mejillas enrojecen, al igual que su cuello y pecho, causándome gracia. Para intentar dar algo de credibilidad, me acerco a ella y estiro mis manos para tomar a la niña de sus brazos. Aprieto mis puños para controlar los nervios al tener que cargar a una cosita tan pequeña; Miranda se resiste un poco, pero al final acepta, sobre todo cuando el policía la observa atentamente. La niña se remueve y la llevo enseguida a mi pecho, tal y como Any me enseñó, la mujer de Joshua es un caso especial de confianza, siempre intentando que cargue a su hijo con la excusa de que debo practicar para cuando tenga los míos. Como si eso fuera a suceder.

El cuerpecito de la pequeña Isis se siente pequeño, frágil y caliente. Se remueve, como un gusanito, de esos suaves que se enroscan cuando los tocas, las cochinillas, pero más bonita. Sostengo su cabecita pelinegra entre mi mano y mi pecho, y la siento suspirar, como si le agradara. La mirada del policía me cohíbe de devolverla a los brazos de su madre, y disimulo, me detengo detrás de Miranda. Se acomoda en mi pecho, como si lo hubiera hecho siempre, y chupa sus dedos, y yo siento como si este simple acto, que calienta mi pecho al instante, lo hubiera hecho con ella desde siempre. No puedo dejar de mirar cada pequeño gesto que hace, la tranquilidad que muestra y lo bien que se siente proteger a esta cosita tan pequeña. Beso su cabecita, absorbiendo un poco de su peculiar aroma, no feo, pero sí es diferente a cualquier cosa que haya olido jamás. Es relajante.

—Aun así, este lugar no es para un par de niños —dice el policía y así me saca de mi apreciación.

Su compañera no deja de mirarme de una manera que no comprendo, pasando su mirada de la niña a mí, con una sonrisa tímida. Vuelvo a mirar al policía y contesto.

—Lo sabemos. Sólo venía por unos papeles y nos íbamos a casa.

—Tienen que acompañarnos.

Oh, m****a. Esta no es la idea

—¿No podría ser mañana? —medio, intentando ganar tiempo para solucionar este lío—. Ya nos íbamos y mis hijos están muy cansados.

El policía lo piensa y su compañera le susurra algo al oído. El hombre acepta lo que sea que haya dicho la oficial Sánchez y nos pide nuestros documentos para revisar antecedentes, nos ordena estar a primera hora de la mañana en la estación de policía para atender este problema, lo que sea que es, o estaremos en problemas. Ambos asentimos de acuerdo y se van dejándonos solos.

—Gracias —dice Miranda una vez se van.

La miro con incredulidad. Ya suficientes estupideces he hecho en mi vida, más problemas no es lo que deseo.

—Joder. En qué lío me acabo de meter por su culpa.

—¡Yo no le pedí que hiciera nada! —espeta exaltada.

Con mucha razón lo dice. Me he lanzado de cabeza para ayudar a una mujer de la que apenas y sí sé su nombre, quien simplemente me ha servido la única cerveza que tomo a la semana.

—Vamos para llevarte a tu casa.

Le entrego a su hija con cuidado, pero la niña empieza a quejarse y vuelve a llorar desconsolada. Se retuerce y contrae esa diminuta cara, arrugando mucho más su pequeña nariz de botón. Sin pensarlo dos veces, la vuelvo tomar de brazos de su madre. Ambos, Miranda y yo, fruncimos el ceño cuando se vuelve a acomodar, encajando entre mis brazos, y mete sus dedos en la boca volviendo a tomar su posición cómoda.

—Pareces bueno con los niños —murmura la mujer, con incredulidad.

—Uno de mis amigos me obliga a pasar tiempo con su hijo digo, sin evitar mostrar mi fastidio hacia Joshua.

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