Cap 2

Pasaron dos semanas desde la última vez que fui al casino, las clases estaban un poco pesadas, en especial la materia de historia de la economía y lógica. El profesor de economía nos dejaba mucha lectura, y en clases debíamos debatir las diferentes posiciones. No estaba muy interesado en estas clases porque cursaba el seminario de filosofía latinoamericana y me tenía fascinado; la profesora era exigente, era una doctora en marxismo, contaba que en los ochenta para la época de la revolución se fue a Rusia a estudiar su maestría y doctorado en marxismo, y que al volver a Nicaragua en los noventa se encontró en la UNAN libros marxistas quemados en barriles. El gobierno de Doña Violeta Chamorro había comenzado y pasaron dieciséis años de neoliberalismo.

            Iniciábamos el segundo cuatrimestre con el seminario de filosofía latinoamericana, desde el primer día la profesora nos dejó tareas, la primera tarea consistía en hacer un cuadro de términos y categorías del capítulo uno del libro Filosofía americana como filosofía sin más de Leopoldo Zea. Le dije a Argent que fuéramos a la biblioteca pero dijo que saldría a comer con Kunnian, así que me fui solo a la biblioteca. Me puse los audífonos para escuchar algo de John Coltrane; mientras leía, solo pensaba en las posibilidades de conseguir ganancias en las máquinas del casino, me creía lo suficientemente capaz para ganarle a la máquina, sabía el momento justo para apretar el botón y sabía cuándo apostar más.

            Anotaba las citas en mi cuaderno: nuestro filosofar en América empieza así con una polémica sobre la esencia de lo humano y la relación que pudiera tener esta esencia con los raros habitantes del continente descubierto, conquistado y colonizado.

            Se apoderó de mí una sensación maniática de salir corriendo al casino y apostarlo todo. Tomé mis libros, fui al lobby de la biblioteca, abrí mi casillero, guardé mis cosas, entregué la llave, me dieron mi carné, y salí. Por un momento divisé la gloria eterna ante mí, supuse que si jugaba podía ganar el dinero suficiente para vivir mejor. Estaba cansado de mi clase, de ser un pobretón, seguro algún día sería profesor de literatura; primero cursaría una máster en filología hispánica y luego el doctorado, parecido a Ernesto Mejía Sánchez. Me preguntaba cómo sobreviviría escribiendo prólogos, dando clases y conferencias. Esa era la vida que soñaba, pero necesitaba por el momento un poco de dinero, algo extra, como dije, para vivir mejor.

            Al salir de la biblioteca vi caminar a Geoisie, lo saludé y le dije si íbamos a El Panal a tomar un par de cervezas; se metió las manos en su pelo rizado y dijo que iba a su casa a terminar el cuadro del primer capítulo del libro de Leopoldo Zea, le dije que yo ya lo tenía, abrí mi mochila y le mostré. El tipo se quedó sorprendido porque lo había hecho a mano; yo no tenía una laptop para hacer mis tareas, la mayoría las hacía a mano y luego iba al ciber para reescribirlas e imprimirlas.

             Entonces fuimos a El panal por un par de cervezas, Geoisie dijo que estaba en nuevo proyecto audiovisual y necesitaba de mi ayuda para trabajar el guión; anteriormente había escrito un guión sobre dos poetas detenidos en prisión por borrachos; a Geoisie le gustó la idea e hizo un cortometraje sobre eso mismo, ganamos un concurso pero solo nos dieron un pinche diploma. Esta vez íbamos a aplicar a un concurso con premio remunerado, sus ideas siempre me parecían descabelladas. Trataban sobre analogías del espacio y la tecnología, en cambio, a mí me gustaban escenas sórdidas donde los personajes se convierten en seres irreconocibles; transformados por la realidad que les toca vivir.

            Tomamos tres litros de cerveza y ya nos sentíamos mareados, se me ocurrió que sería buena idea proponerle ir al casino para seguir tomando y jugar un rato pero se acercó su maestro de taller creativo don Alejandro Vega y se sentó con nosotros. La mesera trajo más litros y yo ya me sentía ebrio. Me levanté para ir al baño y vomité, regresé a la mesa y le dije a Geoisie que era hora de irnos. Se levantó y se despidió de su maestro, fuimos a la barra y pagamos la cuenta.

            — ¿Te encontrás bien? — le pregunté.

            —Sí— contestó.

            Encendió el auto, retrocedió y nos pusimos en marcha hacia el casino.

             Ya eran las seis de la tarde, bajamos del auto y entramos. Vino a mí esa sensación de euforia; era la hora del juego. Caminé sigilosamente hacia una de las máquinas, me senté, abrí mi cartera e introduje un billete de cinco dólares. Volví a presenciar esas figuras delante de mí, como por arte de magia apreté el botón y se detuvo la primera cereza y luego la otra y luego otra. Había doblado a diez dólares, entonces aposté los diez dólares, apreté el botón y así pasé durante horas hasta conseguir los cien dólares. Geoisie estaba en una mesa tomando más cerveza y fumando; me levanté de la silla y me dirigí a donde Geoisie. “Suficiente, vámonos” dije. Tenía en mi cartera ciento cuarenta dólares, había ganado cien dólares en media hora, apretando el botón y siguiendo las cerezas. Geoisie fue a dejarme a la colonia; corrí a la casa, saqué mis llaves de la mochila, abrí el candado y entré. Tiré el dinero en mi cama y salté de la alegría, tenía para pagar la renta, para libros y la cena. Por primera vez en la vida sentía que valía la pena vivir, había dado por sentado que en este mundo todo era detestable; en primer lugar porque nada extraordinario me sucedía, todos los días era lo mismo; las clases me entretenían pero no eran lo suficiente para aliviarme todo el dolor que sentía por haber nacido. ¿Era posible que el dinero me diera felicidad? No es que me diera felicidad, sino que me facilitaba la vida, podía respirar y soltarme el nudo de la garganta; qué podía saber Geoisie de lo que es levantarse y abrir el refrigerador y verla vacía, le preocupaba su arte y estaba entregado a ello porque no tenía otra que hacer. El dinero se lo proveían sus padres, tenía su futuro asegurado, iría a Cuba a estudiar artes visuales. Se me revolvía el estómago con solo pensar cuánto dinero tenían sus padres.

 Mis padres estaban decepcionados de mí, pensaban que iba a estudiar contabilidad o derecho pero yo me decidí por filosofía. Quería entregarme a la lectura, lo único que le daba sentido a mi vida. Esta felicidad me recordaba a Mathilde; tuvimos una relación de dos años, vivíamos juntos aquí en la colonia. Mathilde trabajaba y yo solo iba a clases y recibía un poco de dinero de mis padres. Ella pagaba la renta, la comida y las salidas. Extrañaba a Mathilde, Éramos la pareja perfecta; leíamos sin parar, íbamos al mar, jugábamos ajedrez, y discutíamos sobre política. Mathilde en su juventud publicó un libro de relatos, ganó una convocatoria del Centro Nicaragüense de Escritores; había leído y releídos su relatos, le escribí una crítica de cada uno hasta el cansancio. Llegamos a pensar lo mismo: eran unos malos relatos. Estaba joven y ella lo sabía, aun así, nadie le hizo un crítica y eso a ella la hizo sentir decepcionada. Amé tanto a Mathilde; cuando me dio la noticia de la maestría de edición en España quedé estupefacto, le di un abrazo y empecé a llorar.  Los últimos dos meses la pasamos juntos como siempre; la acompañé al aeropuerto y lloré amargamente, iba en el bus pensando cómo sería mi vida de ahora en adelante. Ya tenía un nuevo compañero, a Argent. Fue hace un año que se fue. No continuamos en comunicación porque decidimos que era lo mejor, al principio fue difícil afrontar la realidad, filtraba mi dolor leyendo poesía y escuchaba a Silvio Rodríguez, como no tenía dinero para tomar hasta emborracharme me conformaba con llorar en mi cuarto; todavía hay dolores que no he superado, recuerdo su cabello y sus ojos viéndome con ternura. Me causaba mucha risa pensar que ella supiera de mis habilidades con las máquinas tragamonedas. Jamás pensé que sería lo suficientemente listo para esto.

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